Una de las realidades urbanísticas que me resultan más curiosas es la aparente aleatoriedad con la que una calle muerta pasa a ser travesía de moda y punto de mira de emprendedores que se tiran de los pelos por hacerse con sus, hasta ese momento, abandonados locales comerciales. Por mencionar casuística, verbigracia, la calle Nosquera parece haberle birlado la vida a la calle Comedias al asumir para sí la totalidad del trasiego nocturno que se sucedía en la anterior. O la calle Carretería, por seguir ahondando, que, si bien por su lado constituía la frontera exterior de la zona de cervezas y tapeo del centro, de un tiempo a esta parte no deja de incrementar su extensión con las más variantes gamas de la hostelería. Desde restaurantes italianos, hasta los tradicionales, pasando por el sushi, allí pueden encontrar de todo. En ocasiones, incluso en el mismo local. Porque ahora, imagino que ustedes ya se habrán dado cuenta, se lleva mucho el batiburrillo. La creación de identidad propia asumiendo todas las identidades. No sé si me explico. El caso es que, en estos tiempos de combinatoria gastronómica, todo se ha estandarizado y rara es la tasca o gastrobar (estaba loco por soltarles esa nomenclatura infame) que entre sus especialidades no oferta, por ejemplo, a veces junto a los callos o las berzas, tataki de atún y steak tartar. Estas dos maravillas de la gastronomía que, hace unos años, podían considerarse como plato destacable dentro de una carta se han convertido, por su proliferación, en un fondo de armario que se oferta junto a la rusa o las bravas. Por supuesto, matiz importantísimo, luego habrá que estar a la sazón de cada cocinero (perdón, quería decir chef), que ésa es otra.

Pero lo cierto es que esas dos recetas, entre otras muchas, han pasado de plato selecto a plato habitual. Como cuando, hace ya algunos años, también se puso de moda en el canteo de los platos por parte del camarero el famoso rulodequesodecabraycanónigosconcebollacaramelizadayemulsióndevinagredemódena. Que no me extrañaría, incluso, que el término lo hubiera asumido la RAE. Y así, toda esta propagación culinaria de lo heterogéneo se ha convertido en un llamativo centro de diana para las llamadas cenas de empresa. Ese conocido evento festivo-laboral donde la primera piedra en el camino no es otra que la de driblar de manera discreta el tempo de los saludos iniciales y alcanzar sibilinamente el asiento adecuado con la intención de que no te toque al lado el plasta de turno. A partir de ahí, siempre queda lo peor. Ese instante a cámara lenta, tipo Ally McBeal, en el que uno ve la variada apetitosidad de la carta y guarda silencio invocando al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para que nadie suelte por la boca esa especie de inmundicia inevitable que tanto se estila: «¿Pedimos para compartir?». Que Dios nos asista. A partir de esa proposición indecente, que todo el mundo suele aceptar, uno se resigna y se hace cargo de calibrar internamente la mesura, las matemáticas, el buen quedar y las formas. En definitiva: Contar si puedes tomarte uno o dos tomates cherry de la Tabbule, en cuántos trozos hay que partir las tres rodajas para quince de la ensalada de queso de cabra y cuántas cucharadas de humus puedes servirte en tu plato cuando pasa por tu vera. Por no hablar de los que usan la cuchara propia para racionar el salmorejo común.

Esa cuchara que ya han pasado por su boca y remeneado junto a las gomas que engarzan los brackets de la ortodoncia, por ejemplo. Y sin olvidarnos, en los licores postreros, del famoso «déjame probar tu daiquiri». Que al final, la copa de uno parece un bebedero de patos. Con todo el mundo chupando y sorbiendo. ¡Alegría, tía María! Llegado el momento, no queda perímetro en el borde del vaso al que tus labios puedan acogerse para rozar un trozo de cristal virgen. En cualquier caso, también les digo, que siempre será mejor encontrarse que dejar pasar el evento. Que no nos venza el oscurantismo o la falta de animosidad. Que al final, todo lo que les digo es patrimonio del sur, que somos nosotros. Encontrarse, abrazarse, tocarse, besarse. Aunque sea en el marco de unos platos para compartir.