Cuando juegan al escondite los niños se acurrucan en un rincón bien visible y se tapan los ojos. No se ven, luego se creen invisibles. El niño que llevamos dentro, convenientemente contaminado por tantas heridas de la vida, se esconde en las redes amparado en un anonimato ficticio. De adultos, nos seguimos creyendo a salvo en esa habitación con ordenador, en la soledad del vómito electrónico. En realidad la pantalla es una ventana al mundo pero nosotros la percibimos más bien como un contenedor de basura que algunos llenan con entusiasmo.

En las puertas de los servicios públicos algunos garabatean a bolígrafo un pene chorreante y retroceden así a su niñez o a su adolescencia hormonada. La impunidad como juego. El garabato responde a un impulso atávico, que produce placer inmediato aunque escasamente mantenido en el tiempo. Hace unos días observé cómo en una tienda de Zara una niña de unos diez años, que acompañaba a su madre, pasó por delante de un colgador de ropa, extrajo de él una prenda, sin mirar y sin pararse, y la arrojó al suelo para seguir su camino como si tal cosa. Un psicólogo extraería sabrosas conclusiones del suceso.

Las redes sociales son los nuevos urinarios TIC. Tecleamos solos, parapetados en una libertad momentánea. El dibujo obsceno, el insulto absurdo, incluso el «te quiero» inocente, tienen la peculiaridad del mensaje de uso colectivo aunque se recepcione de uno en uno, que es como la gente suele entrar al WC del bar de la esquina (en esto también hay excepciones). Las redes, claro, tienen un componente más global y es esa globalidad la que excita la sobreactuación y, en consecuencia, el desvarío.

Aceptemos que en el fango de internet vale todo, y abracemos la teoría más buenista del asunto, aquella que nos mueve a pensar que Jack El Destripador no era un asesino sino un pobre enfermo, y que Edward Hyde contaba con la comprensión callada de Henry Jekyll, los dos personajes centrales de la novela de Stevenson, el ejemplo literario más rotundo sobre la inquietante doble personalidad.

Todos la llevamos dentro, la doble personalidad me refiero. El ángel y el diablo, dicotomía que con variables acompañan a casi todas las religiones. El bien y el mal, enfrentados y complementarios, forman parte de nosotros de forma tan nuclear que uno no sería nada sin el otro. ¿Qué significaría el bien si no existiera el mal? El que a través de un tuit desea la muerte de alguien, la que es capaz de brindar ante un asesinato o destripar con saña en un grupo de whatsapp a una víctima indefensa se benefician de dos íntimas satisfacciones: la vulgaridad solitaria y la perversión compartida, términos no excluyentes. Lo peor de nosotros está a un milí- metro de la epidermis, a un golpe de teclado.

Me interesa poco la filosofía de urinario, y mucho más la pintada sobre muro vacío en la que el autor se juega una parte de sí mismo. Un grafiti supone el riesgo a ser juzgado, sin nombre y apellidos, por jueces también anónimos. Una forma de desnudarse. Recuerdo una, clásica ya en las redes sociales (que en este caso sí sirven para algo) que dice así: «Todo me male sal».

En días de tribulación y disgusto me gustaría conocer al artista y darle un abrazo.