Hace nada la televisión era el enemigo en casa. Decían los padres que el aparato había conseguido dinamitar la vida familiar. Esa escena cotidiana de varias personas obnubiladas ante una -entonces- pequeña pantalla era el símbolo del fin de la comunicación personal. Incluso llegamos a levantar auténticos altares en un lugar alto y privilegiado de nuestra sala de estar. La familia unida parecía adorar al intruso, que había ocupado el privilegiado lugar del fuego, del lar, símbolo de la reunión familiar. Parece ciencia ficción retrospectiva. Pero les juro que lo vi. Quién nos iba a decir entonces que acabaríamos echando de menos aquella caja tonta que congregaba a la familia en torno a ella. Hoy sus miembros se han disgregado y ya no se reúnen ni siquiera para ver la televisión juntos. Es más, ni siquiera ven lo mismo. Cada uno se encierra en su propia pantalla -la del móvil, la de la tableta- y ve lo que le da la gana. Se encierran en sí mismos para consumir películas, convenientemente troceadas en cómodas y seriadas dosis, para engullirlas -a demanda, como anuncian los operadores- una tras otras como el que come pipas. El móvil ha rematado a la familia, clamamos ahora los más viejos mientras los jóvenes festejan el triunfo de la libertad individual. Lo cierto es que hace mucho que venimos matando a la familia. El otro día, la publicación digital Quartz recordaba que no hace tanto que perdimos la costumbre de leer en voz alta. Los sabios griegos y los eruditos monjes medievales leían en comunidad. Y así ha venido haciéndolo el hombre hasta que en el siglo XV un aparato de alta tecnología, un descubrimiento del mismísimo demonio, unido al progresivo avance de las lenguas vernáculas en detrimento del latín, permitió que cada cual cogiera su libro y leyera para sí. En Las Confesiones de San Agustín (siglo IV) ya se describe con asombro, cual si de un loco se tratara, cómo leía el obispo de Milán, descripción que bien se pudiera aplicar a cómo miramos hoy nuestras pequeñas pantallas: «Sus ojos atravesaban las páginas mientras su corazón buscaba su significado; sin embargo, su voz y su lengua permanecían silenciosas€». Recuerdo las reprimendas del maestro de Perlada, don Crescencio Llera Canga, a los niños aún titubeantes en la lectura, que musitaban las palabras silabeando: «¡Leed para vosotros!». Yo tuve la suerte de tener a mi madre como sparring cuando me empeñé, como desahogo, en leerle El Quijote, día tras día, mientras preparaba la cena. Debía de ser una reminiscencia que se resistía a desaparecer de la herencia genética, procedente de aquellos antepasados que se leían unos a otros en voz alta. Aseguran los estudiosos que la generalización de la lectura en silencio forma parte de la exaltación del individualismo que supuso la cultura renacentista y que, desde entonces, no hemos dejado de avanzar en nuestro aislamiento. De leer para uno mismo, estamos pasando a ver para uno mismo. Sólo hace falta fijarse en los pocos transeúntes que hablan entre sí y los muchos que caminan ensimismados en sus pantallas. Todo hace indicar que estamos ante un nuevo renacimiento.