El pasado viernes, desembarcaron en los cines de Málaga los últimos ecos de la debilitada Alianza Rebelde y sentí la necesidad, la responsabilidad y el impulso de sostener dicho acontecimiento asistiendo con mis hijos al estreno de Los últimos jedi. No sólo por la película, que también. La cosa va mucho más allá. Es generacional. Mi padre me llevó al cine a conocer a Luke Skywalker cuando yo no levantaba dos palmos del suelo y, hoy por hoy, soy yo el que me veo acompañando a mis hijos, como él hizo conmigo.

Ya ven que la cuestión tiene más de emotividad que de frío análisis cinematográfico. Estoy por encima de si la película es buena, mala o regular. Ver de nuevo a Mark Hamill, el mismo Luke que conocí de la mano de mi padre, hace que, lo quiera o no, me conmueva. Es algo que sobrepasa el celuloide. Sobre todo porque este tipo de filmografía en la que, de manera simplista, nos etiquetan a los llamados, también de manera simplista, frikis, tiene más profundidad que la que pueda sugerir un mero escenario de guerra galáctica. ¿Y qué les puede decir, sin spoilear, un amante del spoiler? Quizá baste, como reflexión, una cita del libro del Apocalipsis, como bien refería mi compadre Rafael Repiso: «El León de Judá ha prevalecido».

Mi interés por la saga no está sólo en su trama, sino también en sus valores. Algo que los padres queremos hacer llegar a nuestras criaturas por todas las vías posibles. A través de la educación familiar, del colegio y, ¿por qué no?, también a través del cine. Yo confío en que les interese la continua lucha entre el bien y el mal, tan difuminada en nuestros días a través de los tonos grises, el valor, el sacrificio y, sobre todo, la esperanza. Hoy por hoy, peliculón aparte, agradezco a los hermanos Lumiere el haber posibilitado que valores de tanta profundidad les sean expuestos magistralmente a mis hijos a través de la gran pantalla. Quizá, esa pequeña semilla de esperanza, de sacrificio, de humanidad y de misericordia también les llegue al corazón y, tal vez en un futuro no muy lejano, pueda crecer en ellos, en su manera de ser, en sus prácticas y en sus decisiones. Terminada la película y volviendo a casa, pasamos por mi frutería habitual. Un negocio digno, humilde y sencillo que regenta un matrimonio. Trabajadores ambos como pocos he visto. De los que abren pronto y cierran tarde. Gente afable y acogedora, gente de nuestro barrio, gente buena. ¿Se hacen ya, más o menos, imagen de esta familia? Bien.

Pues ahora no cambien ese cuadro cuando les dé el siguiente dato. Ellos son marroquíes. De los que tuvieron que tragar saliva, avergonzados e indignados, cuando aconteció la masacre de Barcelona. De los que, al día siguiente, se encontraron la persiana de su establecimiento marcada con una línea roja grafiteada. Sí, como les digo. Prácticas de la Alemania nazi en pleno centro de Málaga. Mis amigos de la frutería tienen un hijo pequeño. Algunas tardes, es fácil verlo corretear por el comercio. El menor de mis vástagos, de la misma edad, ha hecho junteras con él. Y allí estaba aquella tarde, frente a la tienda. Mi hijo lo saludó al pasar y éste le preguntó que de dónde veníamos. Al contestarle que regresábamos de ver en el cine la última película de La guerra de las galaxias, los ojos de mi pequeño vecino se abrieron extrañados para, seguidamente, hacer una segunda pregunta. Posiblemente, pensé, esta criatura, de situación social tan humilde, no tenía las posibilidades de ir al cine que tiene mi hijo. Ni tan siquiera, quizá y a su corta edad, de saber qué era La guerra de las galaxias. Y en ese momento, maldije las desigualdades humanas y a los tiranos, egoísmos y desidias, propias y ajenas, que las generan. Porque todos los niños del mundo tienen derecho a conocer qué es la esperanza a través de todos los frentes educativos.

También viendo en el cine Los últimos jedi. Pero mi pequeño amigo de ocho años no preguntó qué era La guerra de las galaxias. Ni tan siquiera qué eran las galaxias. Su pregunta me dolió aún más. «¿Qué es el cine?», me dijo.