Creemos que somos intocables, inmortales. Vivimos con tanta ansiedad que disfrutamos poco del camino, nos entretenemos mirando los arcenes de una carretera tan larga como angosta, aunque a veces olvidamos respirar cada mañana dando gracias por el simple hecho de existir. Sé que no siempre es fácil. A veces lo más lógico, o lo fácil, es arrojar los tratos de matar y dejar que el morlaco te gane, pero algo nos impele a seguir peleando. Está en el ADN de los hombres y mujeres de todos los tiempos. Hay quienes andan por esa vía tratando de hacer daño, es lo que los juristas llaman un comportamiento antisocial. Nos peleamos por un coche aparcado en doble fila, porque los vehículos saturan cada mañana y cada tarde los itinerarios de ida y vuelta a nuestros trabajos, eso siempre que se tenga un empleo, que no es lo más habitual; nos indignamos con facilidad en las redes y vomitamos bilis contra posturas supuestamente inmorales. Ya no nos reconcilian con la vida ni las cañas al caer la tarde, ni un atardecer en los Baños del Carmen ni un paseo por Pedregalejo. Nos peleamos por los proyectos inacabados, por las luces de Navidad y por ese bisbiseo íntimo de los sintecho en cada esquina de una ciudad que ha dejado de conocerse a sí misma. Compramos, consumimos, bebemos. No lee nadie. Preferimos las malas palabras o deseos a un abrazo; abandonamos animales, nos compadecemos de los abuelos pero no vamos a verlos, hablamos de igualdad sin saber si realmente existe, hay quien da clases de todo sin conocer ninguna materia en profundidad, abominamos de los jóvenes escritores y artistas, porque lo que hice yo es lo mejor; asistimos a una noticia tras otra en la que se nos muestra la reclusión en una cárcel de seres humanos que no han delinquido, manejamos palabras como inflación, prima de riesgo, brexit o proceso catalán sin pensar en lo que nos afectan, tecnicismos que nos joden vivos. Ahí no, con eso no nos indignamos. Pienso todo eso después de haber charlado un rato con ocho policías locales recién jubilados. Yo me he preguntado muchas veces, al acabar el día: «¿He hecho hoy algo por los demás?». El 90% de las jornadas no puedo responder a esa pregunta. Pero estos agentes sí pudieron. «La mayor satisfacción que me ha dado este trabajo es haber salvado vidas». La mayoría de ellos, por no decir todos, evitó que alguien pusiera fin a su existencia tras una extensa carrera o salvó a quien había sufrido un accidente de una suerte peor. Muchos de ellos detuvieron a peligrosos delincuentes o, pese a haber tenido momentos malos, trataron de hacer lo que pudieron. Supongo que cuando ellos se hacen esa pregunta, pueden sonreír al contestarla. Al menos, me dije, ellos tienen una respuesta que justifica una existencia.