Atención, que llegan los días de las grandes comilonas navideñas y algunas costumbres no solo permanecen sino que empeoran. Acaso se deba a aquello de conservar las tradiciones. Pero, ay, tradición, cuántas barbaridades se cometen en tu nombre. Durante un reciente viaje, me alojé en un par de hoteles en cuyos comedores ofrecían bufé libre, esa comida compuesta de una diversidad de alimentos fríos y calientes, dispuestos a la vez sobre una o varias mesas. Aclaro que no se trataba de hospedajes infectos. No eran el ´Imperiale´ de Roma, pero tampoco la posada ´La liendre moribunda´. Pues bien, en los desayunos, comidas y cenas, no pude apartar de mi cabeza el artículo El castellano viejo que Larra escribiera hace cerca de doscientos años. ¿Lo recuerdan? Invitan al escritor a comer en una casa, sin formalidades, a la pata la llana, todos amigos€ y la pitanza acaba por resultar un escándalo de porquerías, salpicaduras, voces y pésima educación. Cito: «El niño que a mi izquierda tenía hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volví a ver claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se supo: fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas. En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente». Poco ha cambiado el comportamiento público en la mesa, a lo que vi. Primero, está el codazo con que se abren paso los más cernícalos. Está la señora de edad que se cuela en busca de la última raja de jamón con una disculpa extraordinaria: «Como no hay más, me la llevo yo». Está quien se vuelve ensimismado derramando salsas sobre los que aguardamos turno, sin ofrecer disculpas, salvo el sonriente «Uy, que se me cae». Están los que llevan tanta comida que ni el plato se les ve, esparciándola por mesas y suelo en su deambular. Están los que engullen esas enormidades con gran aparato sonoro, sin cortarse por sorber sopas y purés del cuenco mismo. Está quien come patatas con cuchara: «Es que así pillo más», se carcajea orondo. Está don Eructo Profundo cerrando las ingestas. Está la hendidura que separa las humanas nalgas bien clara a la vista en los frecuentes pantalones cagoneros. Están chanclas, camisetas, biquinis, tirantes y bañadores por doquier. Están el rascarse con denuedo las partes y los pechos, la expulsión atropellada de bocados por hablar de continuo. Están la algarabía inexplicable y el derrame de botellas: «¡Alegría!» Está la crítica feroz, puntillosa, contradictoria a lo malo y escaso del bufé. Está el coger el pescado y los filetes a mano limpia. Está el mojar salchichón en el café: yo lo vi. En privado, allá cada cual. En público, un respeto. Ni pido que se estire el meñique (esa cursilada), ni sutiles toques con la pala del pescado. Pero esos otros modos bárbaros de mesa solo reflejan el profundo desprecio al prójimo, síntoma de lo que pasa por ahí. Parece que hayan leído los comensales salvajes a Anouilh y se apliquen la perplejidad del rey Enrique II cuando Becket le presenta unos tenedores: «Sirven para pinchar la carne y llevarla a la boca. De esa manera no se ensucian los dedos». Su majestad replica: «Pero se ensuciarán los tenedores». Como el arzobispo le dijera que «se lavan», el rey concluye: «Los dedos, también. No veo la utilidad».