Las primeras Navidades de las que tengo memoria eran pobretonas. En general, lo era el país entero. No había iluminación en las calles con cargo al presupuesto municipal, y si la había era escasa y poco llamativa. Para dar algo de alegría al ambiente, los escaparates de los ultramarinos se decoraban con unas orlas de papel de plata sobre un paisaje de botellas de champán y las consabidas tabletas de turrón de Jijona, mazapanes en forma de serpiente, peladillas y frutos secos. No había semáforos para regular el tráfico de los pocos automóviles que circulaban y en las isletas reservadas a los guardias urbanos era costumbre depositar regalos para premiar su esforzada labor. Por supuesto, todavía no se había puesto de moda colocar en calles y plazas los gigantescos pinos cargados de luces y bolas de colores que eran habituales en el norte de Europa o los Estados Unidos. Y como tampoco había televisión, ni siquiera formaba parte del entretenimiento ciudadano ver en familia el mensaje anual del Jefe del Estado, que en aquellos años era un militar regordete, de fino bigote y voz aflautada. Las Navidades aún no se habían convertido en la larga orgía de consumo que se extiende desde finales de noviembre hasta Reyes. El único entretenimiento infantil consistía en visitar iglesias, conventos y otras instituciones católicas para admirar los belenes. Algunos, auténticas obras de arte, con figuras articuladas y hasta agua corriente en los ríos. Los que hacíamos en casa eran más modestos, con figuras de barro cocido, papel de plata para simular los ríos, arena de la playa, o serrín, para dibujar los caminos que llevaban al portal donde reposaba el niño recién nacido y, sobre todo, el musgo para representar la vegetación de aquel país semidesértico donde se producía el milagro. Conseguir el musgo obligaba a desplazarse a las afueras de la ciudad, o del pueblo, lo que de por sí ya era una aventura. Y no menos trabajoso era hacer el cielo estrellado que representaba la noche sobre el portal, con una pieza de papel de embalar de color azul marino y unas estrellas recortadas de una tabla de chocolate o de papel de regalo. Pese a la pobretería general, los días de Navidad también eran días de ilusión. Para los adultos estaba el 22 de diciembre, con la lotería gritada, más que cantada, por los niños de San Ildefonso y su letanía de premios. Y para los niños, la madrugada del 5 al 6 de enero con los regalos que los Reyes de Oriente solían acomodar sabiamente al presupuesto de cada familia. Además, también se comía mejor que a diario y el plato estrella en las mejores mesas era el pollo de corral (auténtico, eso sí). Por lo demás, a mí me daba pena el niño Jesús. Tan pequeño y Herodes ya lo quería matar por razones políticas.