Cuando yo empecé en este oficio todos los periódicos, hasta los más modestos, tenían su taller y su propia rotativa en el mismo edificio. Y a poder ser en lugar preferente de la ciudad, porque el periódico formaba parte del paisaje social y era una referencia tan importante como el Ayuntamiento, la catedral, los gobiernos civil y militar, la Audiencia, el teatro principal, los bancos o la sede del equipo de fútbol más representativo. Además, la centralidad del periódico facilitaba el acceso de los que trabajaban en él y del público que precisaba entregar una nota o poner un anuncio o una esquela.

Normalmente, los periodistas pasaban tanto tiempo en su puesto como en el café cercano y una de las principales tareas del redactor-jefe era rescatarlos del bar. La actividad que se desarrollaba en el edificio de un periódico era ruidosa. En la redacción se hablaba a voces para entenderse sobre el teclear de las máquinas de escribir y el repiqueteo de los teletipos. Y del cercano taller llegaban los ruidos propios de la maquinaria allí instalada, entre la que destacaban las linotipias, una maravilla mecánica que convertía el texto en líneas de plomo. Mediados los setenta del siglo pasado, la profesión de linotipista todavía estaba considerada entre las de mejor futuro, hasta que llegó la informática y acabó por eliminar los muchos oficios tipográficos que se necesitaban en la producción de un diario.

Pero la máquina por excelencia era la rotativa, el ingenio industrial encargado de imprimir en papel el resultado de tanto trabajo. La rotativa arrancaba de madrugada, entre las dos y las tres de la mañana, según el número de ediciones y las necesidades de distribución. Y siempre con puntualidad para estar a la última de lo noticioso y, sobre todo, para no perder el enlace con los correos que llevaban los ejemplares hasta el último rincón de la provincia o de la región. Los que trabajábamos en los periódicos estábamos orgullosos de aquella maquina gigantesca y la observábamos con esa fascinación infantil que todavía sentimos al ver a un tren entrando en una estación. La rotativa también hacía ruido en mitad de la noche pero no recuerdo que ningún vecino protestase. Es más, alguno me confesó que el sonido le ayudaba a dormir mejor, y si por cualquier causa se retrasaba en el arranque se despertaba inquieto.

La relación entre el personal de redacción y el del taller era muy fluida y resultaba frecuente ver a gente de esa última dependencia entrar a pedir alguna explicación, advertir de algún error o pedir urgentemente texto para no retrasarse en la composición. Es legendaria la anécdota de aquel jefe de taller que, urgido por el cumplimiento del horario, se tomó la libertad de arrancar la hoja de la máquina donde Cunqueiro escribía su sección. «Vamos componiendo esto y luego vengo a por el resto», dijo a modo de disculpa. Viene a cuento lo que antecede por la noticia de que «El País» prescinde de la rotativa propia y pasa a imprimir en instalaciones comerciales.