Ahora que el presidente Donald Trump ha dado una nueva patada al avispero de Oriente Medio con el reconocimiento de Jerusalén como capital del Estado judío, no está de más leer las reflexiones del filósofo israelí Omri Boehm.

Boehm, profesor de de la New School of Social Research, de Nueva York, polemiza en el semanario Die Zeit con la novelista israelí Zeruya Shalev, quien en un artículo publicado en las mismas páginas afirmaba que la decisión de Trump estaba doblemente justificada por la historia y la literatura hebreas.

Jerusalén fue ya hace «tres mil años» la capital del pueblo judío y hubo allí un rey hebreo «varios siglos antes que Mahoma, antes que el Corán», argumentaba la escritora israelí, insistiendo en lo afirmado hace unos años por el superviviente del Holocausto y premio Nobel Elie Wiesel.

En 2010, recuerda Boehm, Wiesel publicó en los principales diarios estadounidenses un manifiesto a favor de la soberanía hebrea sobre Jerusalén, justificándolo por el hecho de que esa ciudad se mencionase «más de seiscientas en la Biblia y ni una sola, en cambio, en el Corán».

«Jerusalén es el corazón de nuestro corazón, el alma de nuestra alma», afirmaba aquel manifiesto, frase a la que replica ahora Boehm calificándola de «simplificador y equívoco estereotipo».

El único «corazón de nuestro corazón», sostiene, es la Torá, y en ese texto sagrado que contiene la ley del pueblo judío, Jerusalén no figura para nada.

Sí figuran otros lugares como Hebrón, muy vinculado a Abraham, o Bet-El, donde Jacob fue rebautizado simbólicamente como Israel. Moisés nunca oyó hablar de Jerusalén y José nunca soñó con esa ciudad, afirma Boehm.

La ahora disputada ciudad no cobra importancia en el judaísmo hasta que «los israelitas demandan un rey como el que tienen los otros pueblos, es decir, cuando aspiran a ser gobernados por una autoridad política en lugar de serlo inmediatamente por Dios».

Samuel interpreta esa reclamación como un gesto de idolatría, una traición al mismo Dios, quien, según el texto bíblico, le dijo al profeta que era a él, y no a Samuel, a quien los israelitas de esa forma repudiaban.

A partir de aquel momento de clara idolatría, escribe Boehm, «la política judía se centraliza en Jerusalén: la construcción del templo sirvió para consolidar el poder político-teológico de aquella capital laica».

La relación de los judíos con esa ciudad «sólo puede ser en el mejor de los casos un amor ambiguo pero nunca entusiasta identificación», explica el profesor israelí.

Esa «combinación de idolatría y mesianismo generó el integrismo que caracteriza al movimiento sionista- religioso de los colonos: santificación del Estado de Israel combinada con veneración pagana del territorio».

El actual líder del Partido Laborista israelí, Avi Gabbay, ha llegado a comentar a propósito del reconocimiento por Trump de Jerusalén como capital del Estado que «una Jerusalén unificada es más importante que la paz».

Boehm cita al profesor de literatura Nissim Calderon, según el cual quien quiera que tenga la mínima idea de la moderna literatura hebrea debería saber que «nuestras mentes más clarividentes han rechazado a Jerusalén como símbolo del nuevo judaísmo soberano».

Calderon menciona a escritores como Nathan Alterman, Yosef Haim Brenner o el Nobel Yosef Agnon, quienes, como este último en Solamente ayer, siempre sintieron hacia esa ciudad «un amor entre ambivalente y suspicaz».

A diferencia de la actitud de aquéllos, Zeruya Shalev ve ahora en el reconocimiento de Jerusalén por el actual ocupante de la Casa Blanca un caso de «justicia literaria».

Sin embargo, desde un punto de vista exclusivamente literario, responde Boehm, lo más interesante es que un tiburón inmobiliario como Trump impulse «la vulgar transformación» de esa ciudad en un nuevo «becerro de oro».