Rodar una película (The Disaster Artist, 2017, recién estrenada) sobre el rodaje de la que se ha llegado a considerar peor película de la historia (The Room, 2003) puede ser visto como una proeza estúpida y un tanto barroca, un modo de tirar dólares peor que el primero o una de esas apuestas sobre cualquier cosa que hacen los norteamericanos. Pero el asunto se complica cuando la película está tan bien realizada como mal la anterior, y es divertida, verdadera y conmovedora -una buena película, en fin, tirando a muy buena- pues en ese caso uno tiene que buscar la posible intención prescindiendo del pretexto, lo que no es fácil, y además averiguar cuánto de ese aprecio será debido al desprecio de partida. Un bonito juego, en todo caso, que debemos a James Franco, director y actor, instalado ya para siempre entre los malditos, para mi el mejor club del pedante mundo del cine.