En noches como la de hoy, Noche de Reyes, yo me iba temprano a la cama pero sin sueño («tú nunca has aprendido a dormir», sigue diciéndome mi madre tantos años después), y me estaba allí, cobijado, muy quieto, esperando que mi desvelo no se notase, que nadie supiera que aguardaba respirando flojito para no delatarme y también para poder captar el silencio y sus secretos.

Por alguna razón que aún hoy no comprendo, al final acababa durmiéndome y la mañana del Día de Reyes amanecía un poco decepcionado conmigo mismo por mi poco aguante. Pero se me pasaba pronto y ponía la casa patas arriba abriendo un par de paquetes o tres como mucho, porque los niños de mi generación no nadábamos en la abundancia, afortunadamente (tener demasiado es tan perjudicial como no tener nada, deberíamos haberlo aprendido ya y aplicarlo a conciencia).

Aquellos Reyes de entonces... Alguna vez acertaron. Lo hicieron con unos pocos juguetes que no he olvidado (aquel fuerte, aquel mecano) y siempre con los libros. Luego fui yo quien construyó la ilusión para mi hija, el que la mandaba a la cama muy temprano para que me diera tiempo a montarlo todo nada más que para ver su mirada al otro día. Siempre, de una forma u otra, cumplieron su parte del trato los viejos y querido Reyes Magos, por eso les sigo siendo fiel y confiando en ellos, aunque ahora he pasado de pedir cosas que deseaba a pedir cosas que preciso. Sé que no se lo pongo fácil, pero espero que un año de estos, quizás si me porto lo bastante bien, me dejen en los zapatos ese último retal de mi tiempo que creo haber ido ganándome madrugón tras madrugón, ese que me permita derrochar las mañanas en cosas poco productivas, en caminar un rato largo, sin premuras, sin prisas, sin agobios, como quien, ya acabada la faena, de regreso a su casa se entretiene. Y también algún verso claro que le dé al poema la luz que necesita para vivir. Y que los periódicos sigan siendo mi refugio y mi azotea, allí donde me asomo para ver pasar la vida y hablar con los vecinos. Y, finalmente, si todavía me queda crédito, un café con algunos de los que ya no están, con los que se me fueron demasiado rápido y demasiado lejos, adonde ya solo los alcanza el recuerdo.

Y algo que pueda compartir con usted. Un poco de esperanza y un poco, también, de alegría. A veces con eso basta para todo.