Hay confusión en las relaciones internacionales, con un Trump desbocado e imprevisible, un Putin voraz que busca recobrar la hegemonía imperial soviética, una China dispuesta a comprarlo todo (empresas, tierras, gobiernos) en los cinco continentes, pero cuyo sistema político es en sí mismo una fuente de inseguridad global, y, en fin, una Europa huérfana de liderazgo y de proyecto y con los partidos de extrema derecha al acecho, o ya en el poder, en muchos de los Estados que la integran. El último ejemplo lo constituye Austria.

En España la confusión generada por la cuestión catalana resulta muy grave, y sin duda hipoteca nuestro progreso económico y nuestra convivencia en paz y libertad. A estas alturas de los acontecimientos, cabe afirmar que la utilización del mecanismo corrector previsto en el artículo 155 de la Constitución -en realidad limitado básicamente a la destitución del Gobierno, la disolución del Parlamento y la convocatoria inmediata de nuevas elecciones- no ha generado solución estable alguna. El problema de fondo, o sea, la rebelión secesionista, sigue ahí, pendiente de reeditarse en un próximo futuro. Cataluña, en suma, no ofrece, hoy por hoy, garantías de racionalidad política y de respeto al Estado democrático de Derecho presidido por la Constitución.

Tanto durante la campaña electoral catalana como después de la repetición de la mayoría independentista en la Asamblea autonómica (aunque no, por cierto, en el electorado), hemos oído propuestas que, sea cual fuere su verdadera intención, únicamente pueden aportar mayores dosis de confusión, cuando no poner directamente en peligro el sistema constitucional. Por una parte, están aquellas propuestas que, desde la izquierda variopinta y miscelánea, apelan al ´diálogo´ para solventar el enquistamiento de la confrontación. Ahora bien, o la llamada a dialogar supone, más que una obviedad, un reduccionismo oportunista típico de los mítines poblados de catetos y pesebristas, o se trata, lisa y llanamente, de una invitación a realizar una lectura fraudulenta de la Constitución que permita la celebración de un referéndum de autodeterminación. Seguir esa vía supondría, sin embargo, conceder a una comunidad autónoma (y de rebote a todas ellas) el estatus de sujeto soberano, lo que contradice la atribución constitucional de la soberanía nacional al pueblo español y la propia existencia de España como Estado. ¿Por qué les cuesta tanto a las izquierdas supuestamente no nacionalistas aceptar el principio de que cualquier diálogo ha de tener lugar dentro, y no fuera, del marco de nuestra Ley Fundamental? Seguramente porque al equiparar, con bobalicón seguidismo del argumentario separatista, autodeterminación y democracia, demuestran poseer la misma noción de democracia que caricaturiza el chusco y viral invento de Tabarnia. Pero, bromas aparte, convénzanse las izquierdas de que no hay democracia digna de tal nombre sin respeto al Derecho, que además deriva directa (la Constitución y el Estatuto de Cataluña) o indirectamente de la aprobación popular.

Así lo demuestra la democracia constitucional y pluralista de las grandes naciones del mundo occidental, donde, lejos de todo jacobinismo-leninismo basado en la voluntad general o en la democracia unánime, se garantiza a la vez el principio mayoritario y el respeto a las minorías, con el consiguiente blindaje de los derechos fundamentales de los ciudadanos. Y donde no se reconoce en absoluto el derecho de secesión.

Los socialistas catalanes también propusieron, al calor de la contienda electoral, el indulto de los dirigentes separatistas que, tras la proclamación de la independencia y de la república, han resultado incriminados o perseguidos por la Justicia penal. Estos dirigentes, a su vez, quieren acceder sin más a sus escaños y al Gobierno de la Generalidad, rechazando que les deba afectar lo más mínimo su situación procesal, cuando no exigiendo al Estado «garantías» (!) de inmunidad judicial.

Por lo que respecta a la propuesta de indulto formulada por el desesperado (electoralmente) Miquel Iceta, baste con señalar que la figura de los pre-indultos no existe en nuestro ordenamiento jurídico. El indulto tiene como presupuesto la existencia de una condena penal mediante sentencia firme, y semejante eventualidad tardará años en producirse. Está claro, pues, el pintoresquismo de la idea.

En cuanto a la inmunidad que postulan Puigdemont, Junqueras y sus respectivos entornos y corifeos, cualquier ciudadano medianamente informado sabe que la obtención de un acta de diputado no opera como agua lustral que purifica la responsabilidad criminal anteriormente contraída. En un Estado democrático de Derecho, la igualdad de todos ante la ley afecta también a las leyes penales y procesales.

Finalmente, la fértil imaginación confusionista del independentismo catalán ha alumbrado la ´solución´ idónea para que Carles Puigdemont sea investido presidente de la Generalidad sin correr el riesgo de ser detenido y enviado a prisión. Previa reforma del Reglamento del Parlamento, la intervención del candidato a la investidura se realizaría por videoconferencia o un medio similar. ¿No es esto un disparate? Sí, claro, y bien grande: contradice la esencia misma del debate parlamentario, que, lo mismo que sucede con la vista oral de los procesos judiciales, se caracteriza por los principios de inmediación y contradicción. Pero la democracia parlamentaria catalana hace tiempo que se ha convertido en un siniestro videojuego.