España va mejor que antes, cierto, si se exceptúa el conflicto catalán. Pero no tan bien como proclama el Gobierno. Celebramos la creación de empleo y el aumento de cotizantes a la Seguridad Social pero apenas crecen los contratos indefinidos; precariedad y bajos salarios predominan. Eso mantiene la desigualdad profunda que nos dejó la crisis. Además, el Consejo de Europa aprecia insuficientes los esfuerzos de España en la lucha contra la corrupción. «Es hora de hechos, no de palabras y planes», se le ha dicho al Gobierno con rotundidad. No es una opinión gratuita: es objetivo porque existen unas recomendaciones sobre esta materia y España las incumple, lo que demuestra poca decisión del Ejecutivo para reforzar la independencia del Poder judicial, o para hacer más trasparente la relación entre Fiscalía y Gobierno. Asunto grave. De modo que los triunfalismo son gratuitos.

Planteemos estos tres desafíos como interrogantes principales: ¿estamos condenados a convivir con una corrupción latente que ensombrece el estado de derecho? ¿No hay remedio para resolver el paro estructural que pervive en la economía española? ¿A nadie con poder se le ocurre abrir alguna vía de diálogo para afrontar la crisis catalana? Parece que no y lo peor es que la iniciativa política sigue de vacaciones. «Gobernar no es registrar» tituló en un artículo afilado el periodista Miguel Ángel Aguilar como misil directo a Rajoy, registrador en excedencia. Dejar en manos de los jueces los problemas políticos es impropio de gobiernos y hasta de la oposición. El poder legislativo tiene una capacidad transformadora que no se ejerce. Y, en ocasiones, batallas secundarias paralizan hasta los parches: tres meses lleva bloqueado el acuerdo para que 800.000 jóvenes perciban una renta de 430 euros que les resulta vital, en el país europeo con más porcentaje de paro juvenil.

¿Cómo resolver esta parálisis? Desde luego no con nuevas elecciones. Serán inevitables si no se logran aprobar los Presupuestos, una vez superada la prórroga si fuera necesaria, pero el resultado podría ser parecido al actual. Cierto es que algunas encuestas advierten avances de Ciudadanos sobre el PP y recuperación de voto del PSOE sobre Podemos. Algo se mueve. Pero hay cansancio electoral y rechazo también en Cataluña donde el independentismo, dividido ya sin disimulo sobre la conveniencia de que Puigdemont o Junqueras presidan la Generalitat, baraja la repetición de elecciones. «Ni Cataluña ni nadie se puede permitir perder otro medio año en estrategias políticas (…) No vale encallar el barco y esperar que el viento lo lleve a puerto», ha escrito Marius Carol, director de La Vanguardia. Porque entretanto, se pierden inversiones y no se recupera la marca Barcelona.

Así está la política catalana y la española: encallada. Y las lamentaciones poco harán. Será necesaria una fuerza de arrastre que la movilice. Eso solo puede venir -como en la Transición y en otros momentos difíciles de la historia- de la sociedad civil y del periodismo independiente. Solo una coalición entre ciudadanía activa y periodismo, sin dependencias partidarias, puede mover las ruedas atascadas de la política.

Entretanto, prepárense para el espectáculo garantizado en Cataluña, que dañará el crédito internacional. Cualquier cosa es posible. Si Junqueras hubiera salido el viernes en libertad provisional, Puigdemont hubiera tenido que mover ficha en esa batalla en la que confunde el plano judicial con el electoral. Y eso que el partido más votado lo encabezaba Inés Arrimadas y no él. Hasta hace unos días daba por hecho que la única posibilidad de ser presidente pasaba por su persona amparado en un discurso «legitimista» que arrincona a Esquerra Republicana como gregario perpetuo. En los últimos días va comprendiendo que la fractura en el independentismo es profunda y que ya no se le ríen las gracias. Jonqueras, aún preso, se acercará al Parlament. Puigdemont no. Salvo acrobacias. Tomen asiento.