El sexo siempre ha dado mucho que hablar. Y muchos quebraderos de cabeza. Varios pueden ser los motivos, pero, quizás, el más importante sea el carácter misterioso procedente de su relación con la fertilidad y las fuerzas ocultas de la vida y la muerte. Pero sea lo que sea, lo cierto es que todo lo relacionado con la sexualidad nos ha desbordado en los últimos años. Deseábamos liberarnos de una sociedad mojigata y opresiva. Y lo hemos conseguido. El siglo XX ha sido testigo de la gran liberación sexual. Pero nos han fallado los cálculos y hemos construido otra, libre de aquella sofocante moral sexual, pero demasiado permisiva. Y eso está teniendo un alto precio. Y nos ha traído problemas. Uno de ellos es el incremento en las infecciones de transmisión sexual. Y que solo se pueden evitar con la abstinencia, castidad y fidelidad, como dice la Iglesia católica, o con utilización del condón, al que por cierto, algunos hombres, muestran rechazo. Y no porque consideren que el goce del encuentro amoroso, con su pareja, solo está justificado en la procreación, o como dirían los curas, porque son seres carentes de espiritualidad y guiados a la satisfacción de los más bajos y sucios instintos materiales. ¡No, señoras y señores! Las causas son porque «impiden sentir verdaderamente el cuerpo del otro», porque «les corta el deseo». ¡Pecadores!, diría la Iglesia ¡Irresponsables!, añadirían los médicos. La verdad es que da pena la discriminación a la que está sometido el pobre preservativo. Y hay que tener en cuenta que desde que en el siglo XVI Falloppio los describiera como fundas de lino empapadas en una loción hasta los actuales de látex, con lubricantes y sustancias espermicidas, de diferentes tamaños para adaptar a cualquier tamaño del miembro viril, sin olvidar la variedad de colores para hacer más festiva la parafernalia del acto amoroso, han cumplido a la perfección su papel contraceptivo y preventivo de todas las infecciones de transmisión sexual. Por eso, no estaría de más que la Iglesia católica no exigiera a sus adeptos lo imposible. Y, si estamos hablando de una infección como el sida que afecta ya a cerca de 40 millones de personas en el mundo, yo me quedo con las recomendaciones de Madame de Sevigné que, en sus célebres Cartas a su hija publicadas en 1726, se refiere a ellos como «armaduras contra el amor y telarañas contra la infección».