Nació en Roma pero su reino es Mérida. La patria de las mujeres que entregan el alma al teatro bajo una antigua liturgia de noche, de grito y de piedra. A cambio él las corona como una luna llena en el centro del escenario, rosas rojas a los pies de la tragedia. No sabía en su cuna del exilio romano, apadrinada por un ángel de melena blanca, que su destino sería darle cuerpo a la palabra y al desgarro de una profunda mujer de negro. Ser sin serlo -igual en poder emocional, credibilidad y vientre, diferente sus bellezas y su acento- la nueva Nuria Espert. La gran dama de la dramaturgia en voz y en gesto, que el pasado año fue el eclipse escénico de la mujer que canta en la obra Incendios de Wajdi Mouawad, tres meses antes de que otra Medea se abriese en canal, austera y en trance, en su inolvidable interpretación de la policromía del amor y de la metamorfosis del deseo en venganza. Una Aitana Sánchez Gijón, intensa y de hermosa madurez, que ayer también volvió a enamorarnos en Troyanas, en versión de Alberto Conejero y dirección de Carmen Portaceli. Dos premios Max del teatro donde mujeres y sus mujeres luchan por vivir pese a todo, y mantienen viva la catarsis del arte y de la política del teatro al que en España le han puesto talento y pasión Margarita Xirgú, Irene Gutiérrez Caba, Concha Velasco, Lola Herrera. Nombres aplaudidos de una larga saga que ahora mismo, en galardón dorado de Valle-Incán y Mayte, abrochan Marta Portillo y Aitana Sánchez Gijón.

Nadie mejor que Rodero para bautizarla en un escenario. Otoño de 1988 interpretando El Hombre deshabitado de Alberti, con dirección de Emilio Hernández, llegó a Málaga. Tímida tentación de 20 años, y tras la función donde brillaron la excelencia de Magüi Mira y como siempre la sabiduría y contención de Rodero, emperador de la escena como ese otro histriónico don llamado Eusebio Poncela -inconmensurable ahora Bernarda Alba-, una noche de copas y risas junto a otro periodista amigo, Javier Cuenca, y al actor Nancho Novo, en la que ella no soñaba aún que su papel de Ana Ozores en La Regenta de Fernando Méndez-Leite, al que tanto le debe nuestro cine y el Festival de Málaga, sería la confirmación de su talento para lo que hiciese falta. Lo mismo daba un cinematográfico e internacional paseo por las nubes de Alfonso Aráu, el Titanic donde Bigas Luna la convirtió en el fetichismo de una camarera, que una espléndida criada junto a Emma Suárez bajo la mirada de Mario Gas. El director que hizo resplandecer su sensualidad y la riqueza interpretativa con lo que hace lo difícil fácil, convirtiéndose en La gata sobre el tejado de zinc, junto a otro demiurgo casi generacional como Carmelo Gómez al que el cine no ha sabido darle su papel. Siempre Tenesse Williams es la prueba del algodón -al igual que Shakespeare, O´Neill y Harold Pinter- que a Aitana le concedió el Fotogramas de Plata. Un premio más en una laureada carrera de galardones y de retos, de logros y divertimentos como hacer subir a escena a un Vargas Llosa enamorado, como todos, de esta mujer Sánchez nacida en Roma, y que nunca deja de escarbar hacia el fondo cada personaje y su misterio. Su credibilidad y su cercanía.

Aitana, nombre para un pájaro de la felicidad, cualquier arquetipo de la tragedia griega o para esa maravillosa Serafina Delle Rose - cinematográfico huracán Magnani-, de La rosa tatuada en la que Carmen Portaceli dirigió el estallido dramático de sus entrañas y su piel de voz, de dentro hacia fuera el latido oscuro de su corazón. Radiante, sedosa y carnal en todos sus matices, la rosa de la que Andrés Lima deshojaría el gran éxito de su Medea de 2017. La coronación de Aitana Sánchez Gijón en ese reino del teatro que en 1933 inauguró la Xirgú, presagiando a Nuria Espert y a la mujer la que de niña el poeta le arrulló “duerme hoy, despierta mañana”. Quizá intuyó el exiliado marinero de Cádiz que aquella criatura, nacida en el derrotado noviembre del mayo francés y de infancia lectora de Ruedo Ibérico, sería una actriz que parece caminar descalza por el escenario -igual que si lo hiciese sobre la orilla de los atardeceres de Zahara-, y de la que en cualquier momento su vientre entra en ignición y su lenguaje se arrebata en una interpretación existencial. Lo mismo da si es para interrogar o maldecir a los dioses, para encender la pasión o asomarse al vacio del amor. Todo lo mira desde la naturalidad de la sonrisa, desde el aliento de una caracola que en monólogo narra sobre el destino o un secreto de intimidad. Y también, por supuesto, desde la náusea del dolor en hemorragia con el que ha inaugurado el 35 Festival de Málaga, programado por Miguel Gallego.

Nada le falta a esta versión de las Troyanas de vencida Te minimalista y totémica -menos es más- creada por Paco Azorín, espada también vencida sobre los cadáveres del escenario, y la memoria de un Alepo actual, en proyección sus ruinas bombardeadas, y de las esclavizadas mujeres por la ira de Daesh. Su sombra es también la abstracción del caballo del jaque mate de paz tallada como regalo, y de cuyo vientre fue el parto que tiñó de sangre la noche festiva del sueño de una ciudad. Sólo quedan en sus calles (frente a las toses impertinentes de tanto espectador deseducado de silencios y mutis obligado cuando sucede un monólogo) los cadáveres de Héctor y de Paris. La soldadesca y defensa civil de esposos, de hijos, de hermanos, las cenizas del corazón de seis mujeres. Es imposible no acordarse de la película de los setenta de Cacoyannis; espléndidas Vanessa Redgrave, Katahrine Hepburn, Irene Papas y Geneviéve Bujold y Brian Blessed. Su Taltibio, heraldo de Agamenón, recuerdo en pesadilla sin absolución, lo representa correcto Nacho Fresneda sin la fuerza ni el peso del drama que requiere su papel de mensajero de las venganzas de los vencedores, y contrapunto emocional en el duelo con las mujeres víctimas. Tan necesario para los monólogos con los que abre y cierra la obra apelando a la conciencia crítica del espectador, y frágil en medio de las protagonistas dispuestas por Eurípides como fantasmas en vida de la guerra, con su honor reducido a botín de la derrota.

Seis maneras del dolor como conciencia y fiebre que cada una actúa como el retrato de su supervivencia desangrándose. Venganza para Casandra; condena frente a la liberación de la muerte para Andrómaca- sobrecogedora Gabriela Flores en su registro-; impío territorio para nadie de Briseida; maldición de amor y rechazo para Helena -algo inconsistente Maggie Civantos-; locura de felicidad en el corazón de Políxena, flor degollada sobre la tumba de Aquiles -plasticidad, convicción y duende de la joven Alba Flores-, y la turbación y humanidad de la reina que reclama que a la injusticia no le siga el silencio. Grande Hécuba, crescendo sostenido sin esfuerzo aparente, Aitana manejando del suyo y de cada dolor lo áspero, la inquietud, la hipnosis, lo ingrato, la orfandad y la catarsis, llenando de poesía y furia el escenario donde transmite un magnifico exorcismo moral sobre la guerra.

Qué placer el teatro clásico; la modernidad de su vigencia; el vigor de su lenguaje; la ética e instrucción emocional la de sus obras. El valor de la cultura reivindicando en estos tiempos de banalidad, de pos verdades, de violencia sexista, estafas políticas, bufones del éxito, racismo contra las víctimas de las guerras y de la codicia. Realidades a las que les toma el pulso y las desnuda con textos profundos y en pie, la buena mano de excelentes directores y el talento con trabajo de los intérpretes que gozamos. La prueba, estas semanas en el Echegaray y el Cervantes donde siempre esperamos que vuelva, a sus espléndidos cincuenta y los que vengan, Aitana. Reina y médium del teatro, y sus constantes vitales.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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