Aún con todas las incógnitas abiertas en Cataluña, el futuro en España apunta a un posible gobierno de coalición PSOE y Ciudadanos. Un Sánchez-Rivera, o un Rivera-Sánchez, según las últimas encuestas. Cierto es que una cosa es opinar y otra votar. Pero hay dos elementos que confirman esa posibilidad: es muy difícil ser un gran partido nacional siendo residual en Cataluña, como ha advertido Pedro Sánchez, y eso le pasa al PP. Y le pasa algo más: a medida que Podemos se deshincha, menos votante conservador acude al refugio popular y se permite apostar por un centro derecha de cambio y sin corrupción como Ciudadanos. Es la tendencia. De modo que con un Sánchez activo y armado con un interesante decálogo de transformaciones -que incluye un impuesto a las transacciones bancarias para apoyar las pensiones- y con un Rivera reforzado por los resultados catalanes, se dibuja una coalición operativa para desalojar a Rajoy del poder. Ya estuvo a punto de suceder en la primavera de 2016, con cien medidas pactadas, pero Podemos lo impidió. Esta legislatura se la debe Rajoy a Pablo Iglesias.

La reaparición de Sánchez en Madrid el pasado martes no fue un acto más. Su discurso sonaba a alternativa y repartió titulares: «hay guerra fría PP-Ciudadanos»; «esta es una legislatura de pérdida de oportunidades y ya no da más de sí»; «el votante de Podemos después de Cataluña está consternado», etc. En el público, significativa representación empresarial y mediática con dirigentes que apoyaron a Susana Díaz en las primarias. «Es que las heridas del partido están cicatrizando», estimaba a la salida Abel Caballero, presidente de la FEMP y alcalde de Vigo, campeón en votos. Veremos.

Dos días después Pablo Iglesias dio débiles señales de vida después de tres semanas largas desaparecido. «Tiene una tarea interna muy importante», decían en su partido. Incógnita máxima. Leve autocrítica sobre Cataluña y perspectiva difícil porque sus socios Domènech y Colau facilitan la vida a los independentistas. Cero concesiones a los constitucionalistas. Una parte de su electorado ya se fugó, incluso a Ciudadanos, y los que quedaron no parecen muy felices.

Entretanto, se adivinan movimientos sísmicos en el independentismo. Puigdemont enrocado en Bruselas y en su investidura telemática ya cansa a los de Esquerra. La Justicia no facilita una salida de Junqueras, ni siquiera de Jordi Sánchez y Joaquim Forn que admiten que la vía unilateral no lleva más que a la cárcel. Pero los plazos vencen y el día 17 habrá mesa del Parlament que nadie por el momento se decide a presidir. Carme Forcadell dice que ya tuvo bastante y volver a violentar la ley el primer día, a mayor gloria de Puigdemont, no atrae a nadie. Hasta Artur Mas, que es el que la lió y el que eligió a su sucesor, se ha retirado. Tiempos inciertos con mayoría parlamentaria pero no social, propuestas excéntricas y signos de agotamiento.

Y algo más, interesante: la crítica político-satírica de Tabarnia, con miles de ciudadanos simpatizantes con la idea de independizarse de la Cataluña independentista, expresa la vigencia de una sociedad civil antes silenciosa. El espectáculo de réplica al secesionismo continúa con un gran fichaje de la escena: Albert Boadella, fundador de Els Joglars, el grupo teatral antifranquista que tuvo que «exiliarse» de Cataluña perseguido por el pujolismo, enfurecido por la burla en la mítica obra «Ubú President». No se lo pierdan: ademas de copiar cualquier slogan independentista y aplicárselo a Tabarnia, para el martes 16 está prevista la entronización de Boadella como president de Tabarnia con un discurso desde el exilio de Madrid vía telemática. Más madera para los medios internacionales a los que se les recuerda así que no hay una Cataluña sino dos, la del interior que quiere independizarse y la de la Barcelona que prefiere recuperar su esplendor económico y cultural, ahora decadente, y seguir siendo comunidad (muy) autónoma, pero española. Este país es todo menos aburrido.