Es una putada que no pudiéramos ver en directo, mientras todo ocurría, en el instante preciso, en el segundo cabal, es una putada que no pudiéramos asistir a la muerte en vivo, a la muerte en directo de Diana Quer, que ocupa nuestra vida de espectadores hostigados desde el 16 de agosto de 2016, manda cojones. La otra mañana, a punto de acabar la semana, el magacín de Telecinco se volvía loco, igual que ha seguido estos días. Y lo que nos quedará por ver. Presentaba el programa de Ana Rosa no la señora Quintana, que las divas necesitan dejar que sus greñas descansen sin bañarse en laca y sus pieles sepan qué aspecto tienen sin embadurnarse en potingues, sino Joaquín Prat, al que descubro sin sus rizos, rapado como un legionario. De repente, en una de las celdillas en que las televisiones dividen la pantalla dando la sensación de que lo que está ocurriendo tiene muchos perfiles y todos son importantes, se ve al reportero en mitad de un camino de barro pidiendo paso porque acaba de pasar un coche de la policía y «hay que ver a dónde va». Te toca correr, le comenta desde el plató un nervioso presentador, que corta en seco las ocurrencias que dicen los llamados expertos, que van cambiando sus argumentos como cambia el tiempo. Y así es. El reportero emprende la carrera seguido por el cámara al que no le da tiempo ni de limpiar el sirimiri que llena de gotas el objetivo, así que la imagen es bella, potente, cine dogma, temblorosa, retratando paisajes desolados en una mañana fría de invierno que aún tiene una sorpresa de las gordas que ofrecer a los espectadores. Al fin, reportero y cámara llegan a la meta. Allí, frente a una verja, está la policía local de una parroquia de Rianxo. Agente, agente, ¿qué hacen? Nada, se vuelve el policía, ponemos el candado que alguien ha quitado de la verja de la nave -donde estaba el pozo al que José Enrique Abuín lanzó el cuerpo de Diana-. ¿Noticia de primera magnitud? Sin duda. Si no fuese así, ¿a qué ese despliegue, ese nervio, esa tensión, ese quitarse la palabra unos a otros en el estudio?La otra vida

Cambio de canal. Y de semana. Me voy a Antena 3, donde después de estar Esther Vaquero en Espejo público ya está la titular, Susanna Griso. Se suceden los mismos, parecidos reportajes, que si la madre de «el Chicle», apodo del sospechoso, que si vuelta a los expertos de la UCO, que si la tía del sospechoso abomina de su sobrino, que si de nuevo la imagen temblando porque el cámara sigue a la mujer de José Enrique, que camina por la acera tapándose la cara, que si la reportera, en directo, a la salida de los juzgados donde parece que declararán los protagonistas de la película, asegura que la policía le está pidiendo que se quite de en medio, coño, que impide la entrada de vehículos, y todo eso regado con el vino agrio de los tertulianos, que no paran, que van y vienen, que parecen esos voceros del fútbol que se quedan afónicos cuando un muñequito en el campo mete un gol, gol, gol, goooool. Por si faltara algo para rellenar la pantalla, también dividida en pantallitas, en huecos de latente información banal, de explosiva actualidad fatua, van colando otros rutilantes cebos-en directo desde la calle donde vive una chica que denunció una agresión, en directo desde el barrio donde viven los futbolistas de otro caso de abusos, también sexuales-. Lo malo, la putada, la gran putada, es que esos cebos, esos asuntos, estos temas, estas agresiones, estas muertes, no son banales, ni fatuas, ni de poca monta, lo malo, la putada, la gran jugarreta es que todos ellos, juntos como un ramillete de espinas, son tratados como un gran espectáculo, convertidos por ese periodismo que apuesta por el dramatismo, tanto de lo tratado como por la forma de tratarlo, en mero consumo. Luego, cada veinte o treinta minutos, esa actualidad eléctrica, nerviosa, de imágenes en directo, temblorosas y sin editar, tensionadas, de apariencia truculenta como castillos artificiales, de opiniones de aluvión, se suspende de golpe dando paso a una catarata de anuncios donde la vida es bella, placentera, ideal.

El mismo perro

Casi todo lo dicho arriba podría repetirlo si me voy a Cuatro -acertada, desternillante y oportuna la imitación que hizo José Mota en su especial de Nochevieja en La 1 de Javier Ruiz, que presenta Las mañanas de Cuatro-. Si me voy a Cuatro, digo, o cambio a la Sexta y veo Al rojo vivo, el tratamiento informativo es el mismo, idéntico, dos gotitas de agua, cada una con su rollo. Así, en vez de la nave precintada, la calle de las niñas agredidas, las carreras detrás del familiar del sospechoso, la pantalla se llena de imágenes de archivo con bucles del tripón Oriol Junqueras caminando una y otra vez por el patio del edificio de la Generalitat, de otra celdilla con la imagen del analista y de su oponente ideológico que apenas aguanta su turno para dar su opinión, más otra con la reportera que espera para entrar en directo y contar lo que ya han dicho veinte veces, que está a la espera de novedades, y vuelta a empezar, todo ello sin olvidar otros focos de interés, otros cebos. Luego, cada veinte o treinta minutos, dejando el caso Púnica, la trama del PP, la comparecencia del altivo Rodrigo Rato en el Congreso como si aún fuese vicepresidente del Gobierno, la regalada vida de Carles Puigdemont como mártir de luxe en Bruselas mientras prepara su investidura, las chorradas que dice el fenómeno Gabriel Rufián rodeado de un enjambre de cámaras, quizá la parca y siempre solemne declaración de la revolucionaria «influencer» de la moda Anna Gabriel -imposible no verla ya como tan bien la recreó Mota-, digo que después de veinte o treinta minutos de drama expositivo, contado con tensión delirante y músicas épicas, se suspenden las opiniones de riada, las imágenes temblorosas, y la pantalla, ahora sí entera, sin particiones, se llena de anuncios donde la vida es bella, placentera, e ideal. Un día y otro y otro. A la espera de la traca perfecta, del espectáculo total que cerraría el círculo a la espera de la muerte en directo, simbólica, o no tanto.

La guinda

No, MasterChef

Sí, chef, dicen con ímpetu marcial los niños, los famosos, y los anónimos que pasan por la churrería sin fin de MasterChef. No, MasterChef, dice el que firma esto. No y no. Y digo no por un detalle -no es poco someter a críos de menos de 12 años a presión tan gratuita y ajena a su edad-. ¿Es normal que la televisión pública haga de su final infantil -ganó la granadina Esther- una maratón a ver quién aguanta más horas despierto?