El frío en Málaga se hace aún más sombrío tras estos días luctuosos para el orbe literario malagueño, con la marcha, casi de la mano, de dos de sus egregios pilares, Pablo García Baena y Antonio Garrido Moraga, fracciones claves para conocer y entender el desarrollo de la anhelada y renacida ciudad con cultura que hoy habitamos. La reflexión se torna consternada ante estas imborrables ausencias.

«A lo mejor todo lo que nos ocurre en la vida no es más que una larga preparación para abandonarla», comenta Max Morden, narrador y protagonista de El mar, novela de mi apreciado escritor John Banville. El fallecimiento de Pablo, el prolífico príncipe de Cántico, y el repentino tránsito de Antonio, generosa sonrisa culta que llenaba cualquier espacio de fluidez elocuente, me conducen a la experiencia de iniciar un viaje hacia el reencuentro con el pasado y evoco las vivencias junto a Antonio Garrido en aquellos años donde empezaba a despertarse de un largo letargo cultural nuestra ciudad soñada.

La muerte inesperada para los supervivientes es un agravio, es una ofensa la cual nos transfigura en espectadores impotentes ante un hecho irreversible y la incredulidad crece en proporción a su certeza. El hombre se vale de mecanismos para alejarse del pensamiento apenado de la partida de una persona querida y es capaz de dividir su conciencia en dos mitades: una de ellas indaga fríamente la tremenda nostalgia que la otra está soportando cuando te comunican el eclipse del amigo.

Ante tal añoranza, en este éxodo emocional, sólo nos cabe el encuentro con sus considerables obras. La vida se escabulle sin estar enlazada a ningún elemento y esta pérdida nos desvela la continuación de un mundo alejado cada vez más de los ojos que ya no pueden mirarte mientras yo me desoriento con la tristeza del adiós.