Había mucha vida el martes en el cementerio. Siempre pienso cuando se me muere alguien, cuando sólo quedan el cansancio y el vacío, y la calle está bulliciosa y hace sol, que a la vida le importa un pito la muerte.

Cada día me cuesta más ser mayor y aceptar estas cosas. Aunque ver esta frase escrita me hace sentirme gilipollas. Si la hubiese escrito otro quizá habría pensado que lo es. Gilipollas. Así que considero probable que lo sea yo.

No tuve cuerpo el lunes para escribir sobre la muerte de Garrido Moraga. Inesperada, a pesar del ictus al que sobrevivió y por el que sus amigos le deseábamos la máxima recuperación a fuerza de ánimo, voluntad, logopedia, fisioterapia y fuerza. Y en ello estaba Antonio, a pesar de desesperarse como cualquiera en sus circunstancias, y más una persona con su intelecto y su pasión por vivir la vida consumando sus dos extremos: Bach y la rumba.

A Antonio le gustaba decir cosas como ésa. Lo recordaba aquí en un bonito obituario Víctor Gómez, al narrar una anécdota con Garrido en Nueva York, en la etapa en que éste era responsable del Instituto Cervantes, cuando les invitó a él y a un compañero a un miniconcierto de Estopa y Los Rabanes. Claro que cuando Garrido decía ´Bach´, lo decía desde su condición de ratón de librería con memoria de elefante, desde su saber ecuménico (en sentido literal, no necesariamente bíblico, que también). Antonio era una biblioteca con piernas, aunque siempre dispuestas para bailarle a la vida la rumba con que ésta le retase; sudando a raudales en la pista, pero sin perder la pajarita con que se atildaba desde que le conocí como profesor prácticamente en prácticas. Estaba yo en el instituto de Martiricos con apenas 15 en aquel BUP y él en sus alrededores académicos con apenas 24. Y desde entonces amigos hasta el martes de cementerio.

La biografía de Antonio Garrido empieza ahí, con toda su objetividad. Pero no alumbra su verdadera dimensión, ni su condición de político de partido, pero íntimamente libre; ni su altura como lector incontenible ni como poeta ni como padre que deja lo que más quería, sus dos hijas, ni, sobre todo, como furia cultural y como espectáculo humano. ¿Perfecto? No. Claro que no. Cómo coño iba a ser perfecto alguien tan formidable y excesivo. ¿Grande? Mucho, además de gordo, que era sólo lo obvio, pero no lo que era Antonio, la mente más atlética que he conocido. Era grande, sí. Hasta el punto de ser envidiado como lo son los grandes. ¿Santo? No. Claro que no. Sólo cofrade. El más tradicionalmente malagueño pero el más divertido y culto, universal.

Es una absoluta estupidez que haya muerto. Pero sería de una gran inteligencia que, por encima de todo lo que no debiera estar encima, Málaga le recordara siempre.

Yo lo haré, sobre todo al haberme dado cuenta, cuando volvía el martes del puñetero cementerio, de que le quería mucho...