La pregunta aparece frecuentemente en la prensa de entretenimiento. ¿En qué época de la historia te habría gustado vivir? Mi respuesta es tajante: en la presente, sin dudarlo. Claro que habría sido emocionante cruzar el Oxus junto a Alejandro, avistar tierra desde la cofa de la Santa María o asistir a la primera interpretación de la Novena de Beethoven. Pero dichos momentos de gloria son destellos fugaces que quizá justifiquen la curiosidad de asomarse al pasado, pero que en absoluto resultan tan tentadores como para retroceder siglos, cuando el valor de una vida humana era reducido, renunciando así a ciertos logros innegables.

Hay un argumento definitivo. El espacio de esta columna no da para extensos razonamientos, así que diré que la diferencia para mí reside en el pequeño inhalador que llevo en el bolsillo, cuya ausencia habría condenado en aquellos tiempos a un asmático como yo a una existencia penosa, con el desenlace probable de una muerte prematura.

No, gracias. Renuncio gustoso a la Roma de los Césares y al París de la Ilustración.

La cuestión planteada al principio -tal como es formulada en las revistas dominicales- también tiene trampa, pues mi inhalador sigue siendo en la actualidad tan inaccesible a buena parte de la población mundial como lo era en la Grecia de Pericles; para ellos, el valor de la vida sigue siendo escaso. Por lo que, por muy cuestionables que resulten determinadas actitudes de la industria farmacéutica, negar el regalo que supone la posibilidad de vacunar a todos los niños o de dar a luz en un hospital supone un insulto a las generaciones presentes y pasadas que habrían dado algo por tener tales avances.

El reto es conseguir que sean accesibles para todos.