En nuestro país existen más de 30.000 entidades sociales que trabajan para garantizar los derechos básicos de las personas. Esto pone de manifiesto, no solo el fracaso de las políticas públicas en materia social, sino el flagrante desinterés de la administración al respecto, que deja en manos de estas organizaciones la que es su principal obligación; el bienestar social.

Dado este fracaso del sistema, cuando esos pocos recursos se ponen a disposición de las entidades sociales, la gestión y administración de los mismos se convierte en una tediosa lucha burocrática que reduce de una forma indecente los medios económicos finales disponibles y los tiempos de intervención con las personas.

Quienes, de alguna u otra forma, nos relacionamos con el tercer sector, somos diariamente espectadoras y espectadores de primera fila de las incongruencias de las administraciones en esta área. Además de la insuficiencia de recursos que ponen a disposición de las personas desfavorecidas, estos recursos no están bien gestionados y su reparto responde a menudo a criterios opacos y más que cuestionables.

Partiendo del convencimiento de que el empleo es la mayor herramienta de empoderamiento para las personas, considero que las políticas de empleo son insuficientes y han tenido, además, una tendencia decreciente en los últimos años. Esto tiene unas consecuencias demoledoras para la ciudadanía en una coyuntura en la que el empobrecimiento del mercado laboral y la precariedad de las contrataciones son características definitorias de la oferta de trabajo.

La deficiencia de políticas públicas activas en materia laboral contribuye a agravar y perpetuar esta situación, dejando a la población a expensas de las ayudas sociales y familiares; además de la elevada tasa de paro, un alto porcentaje de las personas empleadas se mantiene en situación de vulnerabilidad como consecuencia de la temporalidad y los bajos salarios.

Los gobiernos no deberían olvidar que una sociedad más justa, con una buena gestión de sus recursos y en la que se promueva e incentive la reducción de las desigualdades, obtendría beneficios que revertirían de forma indudable sobre todos los agentes implicados en la misma.

En paralelo, nos encontramos con un tejido empresarial poco sensibilizado con la realidad social, cargado de estigmas y prejuicios y con poco recorrido en materia de responsabilidad social. Teniendo en cuenta el impacto que la actividad empresarial supone en la sociedad, es imprescindible promover, por parte de los poderes públicos, la Responsabilidad Social Corporativa (RSC).

Trabajar a favor de la justicia social y la defensa de los derechos humanos es una necesidad y una obligación de todas y de todos.