El bar de la esquina está frío a primera hora de la mañana. Se lo decimos al dueño y hace un gesto de impotencia.

-Para mantenerlo caliente tendría que subiros el café y el cruasán y las tostadas. Seguro que vuestras casas también están frías a esta hora.

Lleva razón, así que nos callamos. Por la tele pasan el anuncio de un coche de alta gama, un automóvil que, pese a su materialidad, atraviesa el paisaje con la elegancia de un espíritu. Un parroquiano habitual se vuelve y me dice que él jamás tendrá una máquina como esa.

-No es justo -añade- que anuncien cosas a las que nunca podremos acceder.

Arqueo las cejas y asiento en expresión de solidaridad mientras las terminaciones nerviosas de mi cerebro comienzan a establecer asociaciones. El parroquiano rectifica:

-No es que sea injusto, es que se trata de una verdadera agresión. Debería estar prohibida toda esa publicidad, y más a estas horas, Yo siento que la publicidad me ataca de un modo personal. Hacen los anuncios para fastidiarme. ¿No sientes tú lo mismo?

-La verdad, no -digo-, a mí me molestan más los anuncios de pizza y los de hamburguesas baratas. Me producen ardor de estómago.

-¿Pero no te gustaría tener un coche como ese?

-No me gustan los coches.

En esto entra una señora, también habitual, pide un café con churros e informa al respetable de que ha soñado con Macron.

-Su hija pequeña -añade- tenía gastroenteritis.

La informo de que Macrón no tiene hijas pequeñas y dice que ya lo sabe y que lo mejor de todo es que quien ha amanecido con gastroenteritis ha sido su marido.

-Lo he dejado en la cama -concluye-.

Termino mi café, salgo a la calle e intento poner orden, sin lograrlo, en los estímulos intelectuales recibidos. Entonces acude en mi auxilio aquella cita de Shakespeare, con perdón: «La vida es un cuento lleno de ruido y furia contado por un loco».