Estaba al final de la calle; en una época en la que los coches entraban en la calle Larios y la plaza de la Constitución, era justo el punto donde la acera se hacía más ancha y permitía el encuentro. Allí la gran mayoría quedábamos con nuestras amistades y también con las parejas, con las que se establecía un código galante que consistía en que el chico podía (y debía) esperar a la chica, mientras que ella se sentía agraviada si llegaba y él no estaba. La imposibilidad de enviar excusas más o menos verdaderas (no había móviles) nos ponía las pilas a nosotros y les dejaba margen horario a ellas, que invariablemente aparecían quince o veinte minutos después de la hora fijada. Jamás a ninguno se nos ocurrió probar a aparecer con un cuarto de hora de retraso y así emparejar el tiempo, aunque no niego que lo pensáramos más de una vez.

Con las amistades, el protocolo (diríase casi la ausencia de él) era diferente. Decíamos aquello de «quedamos en el Zaragozano a las ocho», frase en apariencia clarísima y unívoca que, sin embargo, cada cual interpretaba a su manera o conveniencia. Había quien llegaba por costumbre tarde o tardísimo, sin enfado del grupo, que esperaba un tiempo prudencial para internarse en los bares del Centro; lo habitual era estar allí una hora, motivada en parte por el buen tiempo, pero sobre todo por una cuestión de importancia estratégica: en un mundo sin redes sociales virtuales, la mejor forma de entablar una conversación con alguien de otro grupo y que pareciera natural o enterarse de adónde iba quien nos gustaba era permanecer un ratito en el Zaragozano; había quien llegaba por este motivo más temprano y, cosa rara pero efectiva, quien ni siquiera iba para que se le echara de menos. Lo que nunca usábamos ni en modo pareja ni en modo amistoso eran las cabinas telefónicas, que languidecían mustias; a nadie se le ocurría llamar a nadie por si tardaba más o menos.

Tenía el Zaragozano frontera por un lado con la plaza de la Marina, plagada antes y ahora de terrazas o extraños inventos urbanos que han conformado un espacio de tránsito tan bullicioso como desolado, y así lo que tendría que ser una conexión natural entre el puerto y el Centro era y es una desconexión artificial e incomprensible. Por el otro lado estaba la Alameda Principal, un auténtico mar de coches y motos (Málaga por siempre será la ciudad con más motos del universo) que a veces dejaba en su orilla a alguien a quien traían los padres o que venía en un lujo de otro mundo, es decir, en un taxi. Lo preceptivo en aquellos tiempos era venirse andando o en autobús, y así, en oleadas, era como llegábamos a los fines de semana.

Una vez compuesto el grupo o con tu pareja, se recorría calle Larios hacia arriba y había quien se dirigía a la plaza de Mitjana y quien enfilaba hacia la plaza de la Merced; más tarde, era el turno de entrar en los bares, los cines o las discotecas. Existía otra alternativa, que con los años cogió mucha fuerza, que era ir a Pedregalejo o, más adelante, a los bares de El Palo. Aun con destinos tan lejanos, el Zaragozano siguió siendo punto de confluencia e inicio de la noche y todavía me pregunto a veces por qué se perdió esa costumbre, en qué momento desapareció. Es verdad que el banco Zaragozano abandonó la sede y en su lugar se puso otro y quizás eso nos confundió un poco, pero fue la peatonalización de Larios y la plaza de la Constitución lo que con casi toda seguridad le quitó su razón de ser.

Es curioso que, debido a los móviles, en la actualidad los encuentros con los amigos y amigas son más exigentes: hay cierta urgencia en las citas, un control a distancia que te obliga a ser imprescindible, a conocer cada paso del grupo con una fiabilidad exasperante, sin posibilidad de perderse o desconectar. En cambio, las citas con la pareja en puntos urbanos se han hecho más amables y han perdido ese puntito de prueba de amor de sábado noche. La confianza y la comodidad de tener a unas pulsaciones del teclado a la otra persona hacen las cosas más fáciles: hemos cambiado la tensa espera para ver aparecer a nuestro amor por un emoticono que nos lanza un beso y nos tranquiliza. O quizás nos anestesia.