Hace ya más de una década que Christian Salmon, en "Storytelling", recurrió al término "relato" para identificar los discursos con los que se construyen eso que ahora algunos llaman las realidades alternativas o, dicho de otra manera, los hilos conductores de las grandes mentiras. Así entendido, el relato, que entroniza lo que se percibe y anula lo que de verdad ocurre, es el resultado práctico de una posmodernidad empeñada en deconstruir los sistemas bien trabados, de rigor incómodo y pesadez expositiva, desde los que en otro tiempo se explicaba el acontecer.

El relato del proceso catalán, la pretensión de levantar un estado sobre la supuesta singularidad de un pueblo excepcional, es poco original, pero además resulta aburrido por previsible y reiterado. En torno a ese argumento central, el independentismo ha desarrollado desde los cálidos despachos oficiales toda una factoría de ficción cuya ingente producción descansa ahora sobre la mesa del juez Llarena, el instructor en el Supremo de la causa contra el secesionismo. El cuaderno en el que Josep María Jové, el segundo de Junqueras, trazó la hoja de ruta del proceso es el guión básico, al que se añade un reparto detallado, casi una treintena de personajes capitales, todos ellos ya en la nómina de investigados del magistrado, que a partir de la próximas semana comenzarán a desfilar por el Supremo.

Ese esquema primordial se completa, con una exuberancia narrativa que habrá proporcionado innumerables tardes de deleite a sus autores, con el desarrollo detallado de todas las vertientes de la futura Cataluña, desde su ejército hasta la liquidación del IVA. Es el empeño, en definitiva, de construir un mundo propio, un magno desafío literario ahora reducido al monólogo legitimista de Puigdemont, cuyo final él mismo se encargó de reventar sin que ello suponga aliviar el hartazgo de la audiencia.