Todos vivimos en varias dimensiones, pero en el día a día nos movemos principalmente entre dos: la vida real y la que nos imponen medios de comunicación y publicidad. Si se mira los cartelones de las paradas de autobús, se ve la televisión o se hojea una revista, uno deduce que la inmensa mayoría de la población no pasa de los treinta y cinco años. Las imágenes sólo reproducen rostros tersos y juveniles o, como mucho, personas en la primera madurez (aunque ahora nos dé por llamarnos "jóvenes" hasta los cincuenta). Sólo interesa lo que ellos consumen, pero, en el fondo, esto es una falacia: las fotos no presentan el modelo corriente, el que cruza el semáforo, compra ofertas del supermercado o coge el metro a las siete menos cuarto de la mañana. Son una versión mejorada y descargada en el móvil, el último gadget de una cultura cada vez más amante de lo exterior y más desligada de la realidad. Y, como tal, terminan siendo inalcanzables, irreales.

Porque la realidad no tiene nada que ver con eso. Más bien, terca ella, justo lo contrario. Nuestra sociedad envejece a pasos agigantados, y si se logra apartar un segundo la mirada de los catálogos, las pantallas y los carteles multicolores, se verá que las calles están llenas de personas mayores: de viejos, reducidos a meros hologramas. Abundan las iniciativas para la tercera edad pero, ya sea en forma de centros, descuentos o viajes, siempre resultan excluyentes. Y en la liga mediática los mayores coexisten muy pocas veces en pie de igualdad con el resto del elenco. Son apenas una pincelada pintoresca: esa atávica abuela de la fabada, o el abuelo de dientes de hierro. El joven, básicamente ve a los mayores como a) proveedores de propinas fáciles y b) gente rara, objeto de mofa entre los colegas. Si nuestra pirámide poblacional gozara de una base ancha y robusta, el asunto casi tendría gracia, pero no es así; envejecemos, y hoy la existencia de los mayores se niega en un ámbito que, en buena medida, conforma muchas conductas y actitudes.

En las ciudades el número de ancianos que viven y mueren solos es legión, arrinconados por un modo de vida que da la espalda a cuanto no se acomode al ideal vigente. El salvaje asesinato de Bilbao hace unas semanas no es sino el aumento cuantitativo de una tendencia que anima a despreciar a quien pierde el ritmo. Pero lo cierto es que muchos mayores sostienen más de un hogar con sus pensiones (aunque este año algunas se hayan revalorizado en poco más de un euro mensual). Muchos mayores permiten que se mantenga el nivel de ingresos de las familias prestándose a ser "canguros" sin sueldo, y muchas jubiladas remedian lo que el Estado descuida -u olvida- convirtiéndose en cuidadoras sin sueldo ni horario€ La realidad tiene un rostro muy distinto al que se nos pinta a diario. ¿Se le concederá algún día el derecho a estar presente, si no en el canon de lo deseable (los mayores tienen experiencia y no son tan fáciles de engatusar), sí al menos en el de lo visible?