Un ejemplar luchador de la izquierda obrera, Marcelo García, redactaba octavillas bajo el franquismo (también las imprimía, las tiraba e iba a la cárcel) en las que a veces se colaba alguna falta de ortografía. Era hombre autodidacta o «sin estudios». Un compañero «con estudios» le reprochó las faltas, y él contestó, con la proverbial ironía, que la ortografía era un prejuicio burgués. O sea, hizo de esos deslices veniales un modo de lucha. Pero aquellos eran otros tiempos, y otras luchas. Hoy uno de los problemas de la llamada «juventud mejor formada de nuestra historia» es lo mal que habla y escribe, y ésto resulta indisculpable, pues no responde a falta de oportunidades, sino a pura desidia. Un responsable público no debería alentar esa dejadez dando mal ejemplo con la suya, para luego esgrimir la justificacion por la fe en la lucha contra la cabeza idiomática de la hidra sexista.