La infancia no se viola. No se le sangra la intimidad ni se le nubla el corazón de su mirada. Tan brutal es que se haga desde fuera como desde dentro. Deleznable si es un adulto pederasta el que violenta la inocencia. Y espantoso si son otros menores los que pretenden forzar la de uno de los suyos, o más pequeño. No tendría que haber coartada legal para la presunta violación en un colegio de Cazorla a un niño de nueve años. Este suceso debe ser un serio guantazo en nuestra conciencia moral. También en la de la educación y de la sociedad en las que no dejamos de naufragar, sin mediar palabra de autocrítica y reflexión. Quizás nos hemos inmunizado frente a todas las caras de la barbarie. Es lo que tiene pasar por encima de los hechos, mirar a otro lado, habitar una cultura que, como señaló Pierre Bourdieu, se ocupa de ofrecer tentaciones y de establecer atracciones con seducción y señuelos en lugar de reglamentos. Cuando sucede un impacto de este calibre y la vergüenza se atraganta, enseguida nos escudamos en la hipócrita terapia del lenguaje con el que sentirnos más modernos, mejores educadores que nuestros padres y más defensores de las libertades, sin echarle cuenta a las sombras que a veces las emborronan. Una actitud, junto con el todo vale, que deja en suspenso la pregunta de quién tiene la responsabilidad. Podemos fingir la culpa en blanco, pero lo cierto es que hemos perdido la edad de la inocencia dentro de una pantalla.

Pájaro y caballo todavía, la vieja infancia en vuelo y desbocada se mueve ahora en un laberinto de estímulos que la deslumbran y desorientan. Los placeres instantáneos, los juegos sin reglas, la censura y descrédito de la disciplina, el descuido del tiempo paterno, las ficciones de todo tipo están al alcance de un clic abriendo la curiosidad y los destellos. Su inocencia no tiene fronteras que separan lo malo de lo bueno, la fuerza de la violencia. Se confunden las necesidades con los nuevos deseos. Su brújula es su índice y su pulgar, la capacidad veloz de abrir puertas sin preguntarse qué hay al otro lado. Hace tiempo que las sirenas de la sociedad y nosotros participamos en despertar su emoción consumista, como denunciaba Bauman, en lugar de cultivar el conocimiento y la razón de sus decisiones. Con nuestro culto a la satisfacción inmediata y al acceso sin restricciones a los abismos del hombre, equivocamos a la infancia. Y la hemos convertido en polizón del mundo adulto.

No vale ahora reaccionar con alerta cuando quedan menos límites.Tampoco afirmar que la infancia tan sólo está despeinada. Su intrusismo en la violencia y el sexo es más precoz y virulento, pero su libre acceso y vacío de modelos para elaborar interpretaciones viene de décadas. En los años noventa un preocupante porcentaje de menores se refugiaba en el ordenador de su cuarto, con permisividad de sus padres, y era habitual tener móvil antes de los trece. Muchas veces regalos de navidad o en las primeras comuniones. Ser padres ante aquellas demandas exigía firmeza, educación y diálogo para combatir la presión de los hijos por miedo al rechazo de su pandilla. Hoy lo habitual es que sin vida en red nadie exista. Y los menores que no la tengan hackean sin pestañear las contraseñas de los padres y poseen el mismo universo virtual de consumo y sin cortafuegos, sujeto a la superficialidad de las relaciones cuyo vínculo es un Me gusta. Un consenso intergeneracional que unido a la atomización de la convivencia en espacios privados y en pantallas, y a la falta de medidas pedagógicas, formativas y sensibles a los resultados académicos, contribuye a la desprotección de la infancia y a que el acoso y la manipulación se ejerzan desde primaria, con el móvil como arma o como causa.

Sin una solvente educación sexual, desprovistos de conceptos morales y éticos, alimentados por los ejemplos de la televisión o del ejemplo de sus padres, menores y adolescentes chatean con la violencia y el sexo con la misma normalidad con la que antes disfrutaban su ensimismamiento o avidez con un tebeo, un libro, los salones recreativos o el cine del barrio. La diferencia es que antes uno embriagaba la iniciación, el conocimiento y el aprendizaje del liderazgo, y desde la dictadura de las pantallas la embriaguez es de los sentidos. Antes uno se construía como identidad individual y en relación a un grupo, y ahora se constituye como grupo por encima de su propia individualidad. Una entrega necesaria para ser tribu y como tal ejercer la fuerza del abuso. Su práctica requiere también la atención a sus actos, la suma de miedos le confiere más valor y ego al agresor que lo causa, y por eso buscan que sus víctimas tengan espectadores. Así lo hacía la banda capitaneada por una chica de 15 años que atemorizaba a los alumnos, dentro del instituto de Crevillet en Alicante y sus alrededores, algunos de los cuales llegó a autolesionarse y a fugarse de su casa por la presión a la que estaban sometidos. En la población alemana de Emsdetten ese tipo de acoso terminó provocando que el estudiante de 18 años Bastian Bose entrase en su instituto con un rifle y disparase a cinco compañeros antes de suicidarse. El suceso inspiró la terrible fábula sobre la adolescencia, La tristeza de los ogros de Fabrice Murgia escenificada hace poco en el Teatro del Canal de Madrid.

Los patios de recreo no son un mero territorio de juego. Son un emocional campo de minas. Igual que lo han sido siempre. Nunca los recreos fueron un oasis de convivencia, a salvo de la violencia verbal, física y económica. En la caja de membrillo donde conservamos oxidados tesoros, como canicas, el cromo del futbolista que casi ninguno tenía o el trompo con púa invencible para la olla de la verdad, además de la memoria de los escondrijos para los primeros besos y cigarrillos, también hay cicatrices dolorosas del agravio escolar. Tener el más mínimo defecto: una cojera, sobrepeso, orejas abiertas, tartamudez, cualquier diferencia que sobresaliese enseguida te convertía en un blanco ideal. Granos de arroz o balas de papel mojado con saliva se disparaban con los bolígrafos Bic convertidos en cerbatanas. Agresiones que subían de tono contra los empollones y los más débiles, nominados con motes por el matón de turno o el grupo de los habituales expulsados de clase y pesadilla del claustro docente. Víctimas igualmente de la burla y ataques materiales. Muchos se acordarán del paredón del patio frente a los balazos de goma de las verdes pelotas Gorila, o del peligro de entrar solos a los inodoros turcos con un agujero entre dos pies de cerámica. Y más de uno tiene en su cuerpo la herida seca del valor de enfrentar su dignidad y su rabia contra los acosadores, a pesar del número o de la superioridad de la edad.

La violencia siempre ha sido un exceso del instinto de poder del hombre, y una máscara del miedo y la cobardía. Lo lamentable es que no la hayamos erradicado de la infancia, y que al contrario se haya ido perfeccionando en crueldad con el ciberacoso o el sexting. Lo mismo que aumenta a diario con casos como la violación de la chica de Baracaldo o su intento a dos mujeres en Cádiz a manos de adolescentes que se suman a los 433 menores entre 14 y 17 años detenidos por delitos contra la libertad sexual. Un listado de la desazón al que añadir los que actúan contra la integridad y la inocencia. Los datos pesan, preocupan y exigen que seamos muy conscientes de que si no educamos a la infancia en el respeto y en la convivencia, en lugar de robársela, no podrán salvar su horizonte. En una pantalla o en la vida real.

Para su dolor, su tristeza, su dignidad y su valor, y para los que hacen del amor un lenguaje o una contraseña, una rosa soriana Red Naomí de rojo bajo cero. La temperatura a la que dejar por debajo todos los géneros de la violencia.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es