Es temporada de carnavales y los niños quieren disfrazarse. Mi ahijado, que es muy suyo y se acerca a los tres años de existencia, lo tiene claro, quiere ser Batman. Mahman lo llama él. El problema es que empiezas por recorrer las tiendas del sector, sigues con los chinos y terminas en algún supermercado, pero no hay disfraces de Batman, de Spiderman o de Iron Man. Todos agotados, excepto los de Superman, de esos hay todos los que quieran.

Parece que los niños de hoy en día prefieren ser superhéroes de carne y hueso, de los de aquí. Uno de esos tíos que eran normalitos pero que el destino en forma de araña, accidente nuclear o experimento fallido, convirtió en salvadores del mundo tal y como lo conocemos. Eso de ser un pluscuamperfecto interplanetario marcando paquete ya no pita. Mola más ser ese protagonista de cómic que concilia su vida laboral, que en sus ratos libres es fotógrafo del Daily Bugle o Presidente del Consejo de Empresas Wayne o Industrias Stark. Con sus miserias, sus miedos, sus limitaciones. Batman, Mahman para mi sobrino, no es, por ejemplo, más que un multimillonario atormentado que se va por la pata abajo cuando ve un murciélago pero, tras una experiencia mística con las artes marciales, invirtió la caja B de la empresa en crear juguetitos y corazas con los que luchar contra el mal. Incluso tuvo aquello con Robin, tensión sexual no resuelta.

Ahora nos enfrentamos a un dilema familiar. En su guardería han impuesto la temática del evento, y han escogido el circo. Mi hermano, su padre, aboga por vestirlo de león, pero ya le he dicho que eso no es políticamente correcto, que ya no hay animales vivos en los circos, y que estaría bueno ir dando la nota con menos de tres años. Puedes meter a cuatro yonquis en sucios y pestilentes disfraces de fieltro con forma de un maltrecho Bob Esponja o una Peppa Pig tarada, pero animales como tal, no. No está bonito. Loco estoy por ver cómo, llegado el día, convencen al niño de que no puede ir de Batman y debe ataviarse de payaso o malabarista.

Sea como fuere él ya tiene su disfraz de Mahman, porque el acto colegial dura un instante y su afán carnavalero parece inagotable, o como decía aquel fiestero incurable cuando le preguntaron por la presumible bronca de su mujer y contestó muy digno que una noche es una noche y una paliza un rato. Y es que esto de los superhéroes no conoce fin, es un universo infinito cuyo único límite es la imaginación de los herederos del gran Stan Lee, los dibujantes de Marvel o DC Cómics, y en esa fantástica creación Superman ha caído en desgracia perdiendo puestos en términos de popularidad, como Pablo Iglesias en el último baremo del CIS. Los disfraces del fornido héroe de Kryptón se amontonan a moños en las estanterías, gayumbos y capas rojas esperando ser escogidos, pero los niños se lanzan como posesos sobre las cuchillas de Lobezno, la peluca de Elsa, el sable de Jedi o la máscara rojigualda de Iron Man. Hasta las ajadas bermudas de Hulk tienen su público. Se ve que no todo crece por igual.

Cómo debe gustar el volver a ser niño y sentirte superhéroe, aunque sea por unas horas. Creerte capaz de volar, de detener a los malos, gozar de una fuerza sobrehumana, salvar ciudades enteras, conocer mundos extraños, desplegar todos tus poderes y dedicar tu vida al servicio del honor.

Todo eso está muy bien, pero ustedes han experimentado una verdad absoluta que no admite paliativos, igual que yo, y es que cuando se abre la puerta de casa y aparece ese hijo, ese sobrino, esa nieta, con su mirada limpia y su tierna sonrisa, que corre hacia ti, se te abraza cálidamente y dice tu nombre, que te elige de compañero de juegos, que quiere pasar su tiempo contigo, se te quitan todos los males, olvidas todos los dolores, hasta te parece que tienes la hipoteca pagada, y eso sólo lo consiguen ellos. Sin artificios, sin artilugios, sin disfraces, con su sola presencia, sin ser conscientes de su poder. Solo siendo.

Esa es la humildad y la grandeza de estos pequeños superhéroes. Así que te lo digo tal cual, Clark Kent: Un mojón pa ti.