Aunque algunas personas que me leen (Dios las bendiga) me insisten para que ahonde sobre el asunto de «los portavoces» y «las portavozas» -pues suelo frecuentar en estas líneas asuntos de actualidad sobre el lenguaje-, esta vez no hay mus. Cualquiera salvo un neoinquisidor ve ya que el tema suscitado por la diputada Montero va desnudo. Lingüísticamente disparatado, políticamente ineficiente y socialmente pintoresco. Puesto a hablar de banalidades lingüísticas prefiero escribir de las que trae consigo la información del tiempo, que es mucho más agradecido que rascar donde no pica. Porque estamos en invierno y noto grande escándalo social por que estemos en invierno. Invierno: llueve recio, nieva, graniza, se forman capas de hielo, las carreteras se cortan, los ríos se desbordan, la mar bate contra la costa como si no hubiera un mañana y hace un frío que pela. Y cuánto sorprende al personal que el invierno sea invierno, en vez de veroño, otoñavera, invierano, primavierno y hasta invieroto. De modo que hiberno en casa y sigo con pasión los inventos lingüísticos con que nos regalan los expertos del tiempo en los medios. Por ejemplo, dice un grave caballero que en la autopista A-6 «se desató la caja de los truenos». No sabía que a la caja de los truenos la tenían atada. Pensaba, más bien, que la tenían cerrada. Incluso consideraba yo a la caja de los truenos vasija o ánfora, no caja. Pero aceptemos ´caja´ como recipiente de compañía: la caja de Pandora que contenía todos los males y en cuyo fondo yacía la esperanza, lo último que se pierde. Por andar enredando y curioseando, Pandora o su, digamos, marido Epimeteo abrieron el continente y se escapó el contenido, llenándonos de desgracias a los humanos y a la A-6. Sin embargo, el grave caballero del telediario entiende que las cajas no se abren, nos dice que las cajas se desatan. Tendrá razón el pandoro ese. Y la tendrán también quienes adoptan en su hablar diario la expresión «nubosidad de tipo bajo» en vez de «nubes bajas». Ay, pobres de los enamorados sanvalentineros. Imagínense a la parejita atortolada ante el crepúsculo. Manitas entrelazadas. Corazones al unísono. Nada turba su felicidad: ni hipotecas futuras con cláusula suelo, ni el cole de los niños por venir, ni el IBEX 35, ni la rutina demoledora. Uno de los dos señala el horizonte: «Fíjate en las caprichosas formas que dibujan aquellas nubes bajas, mi amor». El otro corrige: «Di mejor: ´fíjate en las formas que dibuja aquella nubosidad de tipo bajo´, tesoro». Qué culto todo. Pero más me preocupa el anticiclón. El anticiclón está tomando posiciones. Lo dice en la tele una señora con voz de pito taladrante ante unos mapas llenos de manchones de colorines: «Tenemos el anticiclón posicionado sobre las Azores». No se engañen con el anticiclón. No es lo mismo que el anticiclón se halle sobre las Azores que el anticiclón se posicione sobre las Azores. El verbo pronominal ´posicionarse´ significa «tomar una posición respecto de algo o de alguien», según el DLE. Así que ahí está, posicionado a tope, quién sabe con qué intenciones. El anticiclón. No es de extrañar, claro, que tales fenómenos atmosféricos nunca vistos hasta la fecha «hayan hecho saltar la voz de alarma». No decía aquel hombre del tiempo que las altas presiones «hayan hecho saltar la alarma». Indicaba que la saltarina y saltante era la voz. Las voces saltan, amigos y amigas. Y las voces de alarma deben de saltar que lo flipas cuando los inviernos son inviernos. No saltan o se disparan las alarmas: saltan y se disparan las voces de las alarmas. Ay, qué lenguaje este, donde hasta para aconsejar a alguien que saque el paraguas porque llueve acabaremos diciendo: «Saca el eje y el varillaje entelado que la nubosidad de tipo bajo está posicionada y se va a desatar la caja de las voces de alarma». Amén.