Las recias koljosianas y los musculosos obreros representados en la nueva temporal que nos presenta el Museo Ruso encarnaban el modelo de hombre nuevo soviético; son el ideal de pureza física e ideológica a que aspiraba el estalinismo. ¡Formalista! Era la peor acusación que entonces podía hacerse a un artista, una vez que el conservadurismo estético había desplazado a la frescura radical de los primeros años revolucionarios.

En el mismo barrio de Málaga, el párroco del Santo Ángel asume ese mismo papel de censor y esconde la virgen y el crucificado de Chicano que hay en el interior del templo: «No mueven a la devoción», alega el cura iconoclasta, mientras reemplaza esas imágenes por otras que a su juicio transmiten la fe de modo más eficaz. Por mejores modelos, como las campesinas pintadas por Mylnikov expuestas unas calles más allá.

Porque los humanos no somos modélicos: somos seres frágiles y contradictorios, lo vimos en los Caprichos de Goya que nos ha traído el Thyssen. «Goya ha levantado las barreras que encerraban a los demonios en su subconsciente y los ha dejado invadir sus imágenes. Ha entendido que lo que la Iglesia y las supersticiones consideran súcubos y diablos no son más que deseos y pulsiones, miedos y angustias profundamente enraizados en todos nosotros», dice Todorov. El arte nos pone ante un espejo y nos muestra la materia mortal de la que estamos hechos, ayudándonos a identificar y domesticar los monstruos que habitan en nuestra mente y amenazan con liberarse en las noches sin luna; mejor no esconderlos bajo la alfombra. Dejemos a Balthus y a Schiele en paz, también amenazados por la censura; aprendamos de ellos en lugar de calificarlos de degenerados. Ese experimento ya se hizo antes, con pésimos resultados.