Un dirigente de una revolución fallida tiene derecho a negar, ante los jueces, que estuviera haciendo esa revolución. En la de 1934, y en concreto en su parte más verdadera, que era la obrera (la catalana era un pestilente fango interclasista), el propio Largo Caballero, uno de los dirigentes más honestos que haya tenido nunca la clase trabajadora, negó cuanto hizo falta para salir absuelto por el Supremo. Ahora bien, por el mismo motivo, pero al revés, los defensores del orden constitucional que la revolución ha tratado de subvertir tienen el derecho, y la obligación, de entrar a fondo en los hechos, ponerlos negro sobre blanco con pruebas detrás, y no dejarse enredar en las milongas (legítimas, ya digo) de los que están defendiendo su propio culo y el de los suyos. Sobre la innegable revolución secesionista fallida en Catalunya de 2017 hay que esperar que cada uno cumpla su papel.