Alguien le dijo a mi madre que a un bebé nacido de un parto sin dolor no se le quería tanto como a otro. Aún así, ella decidió tenerme haciendo uso de la epidural. Yo era el tercero, y el dolor de mi madre en los dos partos de mis hermanas no atendía a refranes de abuelas. A punto de cumplir cincuenta años, el amor de mi madre ha roto profecías de matronas. Hoy en día, el parto sin dolor es ya un procedimiento mayoritario, puesto que la administración no permite que la bienvenida a la vida de sus futuros contribuyentes, sean cuales sean sus recursos, se convierta en un sufrimiento para sus respectivas madres.

La muerte es otra cosa

Aunque el filo de la guadaña tampoco distingue diferencia de clases, morir dignamente y sin sufrimiento se está convirtiendo en un bien de lujo. Un producto encarecido por la crisis que eleva la rentabilidad de las aseguradoras privadas, mientras en el otro lado del cuadrilátero, algunas personas se miden con un enemigo conociendo de antemano que el combate está perdido. Con su vida contra las cuerdas, lanzan derechazos inútiles a un vacío contaminado de dolor y falta de medios, rogando que el árbitro, de una vez por todas, haga sonar la campana.

No hay salida de emergencia para la muerte. Solo una puerta oscura al fondo del pasillo de las prioridades. Si hay que salir, lo mejor es que sea cuanto antes, porque morir lentamente en nuestra comunidad se está convirtiendo en una estación de penitencia carente de itinerario. La situación de los cuidados paliativos en Andalucía empeora al ritmo de una enfermedad terminal. Nuestros hospitales asisten impotentes a un drama dividido en capítulos y emitido a través de las líneas telefónicas que colapsan el desamparo.

De la lectura del reciente informe Morir en Andalucía, dignidad y derechos, publicado por el Defensor del Pueblo Andaluz, se extraen una conclusiones alarmantes. Morir se ha convertido en un parámetro más que evidencia la desigualdad territorial. No es lo mismo morir en la capital que en el medio rural, hacerlo en un hospital que en un domicilio. La muerte sigue estorbando, a pesar de la Ley 2/2010, de 8 de abril, de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de muerte. Los responsables de aplicarla procuran silenciarla, enterrarla bajo promesas incumplidas, paliarla con chapuzas caseras. Se negocia el dolor con el olvido.

La compasión es comprender el sufrimiento de otro ser y es el acto de generosidad más altruista que existe. Nadie hasta ahora le había puesto precio. Pero la crisis y sus fieles solo entienden de cifras, del coste de la atención a domicilio. La compasión no es una virtud propia de la política. Es un legado atávico que proviene de la misma naturaleza del ser humano, algo que sobrepasa los límites de la burocracia y la falta de recursos. Por desgracia nuestros gobernantes la utilizan para delegar en ella las funciones de los cuidados paliativos, con pocos profesionales mal repartidos, con habitaciones compartidas que ahuyentan la intimidad necesaria, sin ofrecer una adecuada formación a los familiares acerca de las etapas por las que inevitablemente van a pasar, con una absoluta indiferencia ante el inminente final de la vida.

Rindo homenaje en este artículo a los profesionales que diariamente se ponen al frente de estas unidades de cuidados paliativos. Auténticos héroes de la ubicuidad, la compasión y el consuelo. Rindo homenaje a los familiares, capaces de convertirse en especialistas en el tratamiento del dolor e incansables guerreros en una lucha sin esperanza. Rindo homenaje a los enfermos, quienes sin la merecida dignidad, escriben su muerte con renglones torcidos de desagravio.