Conviene tener capacidad para leer lo que se odia. Nadie en ese sentido ha podido compararse con el implacable Karl Kraus que resumió su vida en una indignación amplificada: la megafonía de su incontestable furor. Como escribió de él Canetti su grandeza consistía en confrontar solo, literalmente solo, contra el mundo. Kraus hubiera encontrado en los tiempos que corren un acicate para su terrible manía de enjuiciarlo todo dictando sentencia. Para él únicamente existía un tribunal superior: el de la propia lengua. Su deidad residía en el narcisismo de la propia mente, como escribe Juan Villoro, en "La utilidad y el deseo, una completa colección de ensayos literarios que vio no hace mucho la luz gracias a Anagrama. Precisamente por no alumbrar como es debido las palabras, el mayor enemigo de Kraus era la prensa. Se sabe que después de escribir la noche entera se iba a la cama antes del amanecer para no presenciar el momento en que el día era mancillado por la llegada de los periódicos. Sin embargo, como recalca Villoro, los leía con acrecentada intención sin perderse palabra, "con la obsesión del hereje que necesita a Dios para declarar su inexistencia". En la Viena de la monarquía imperial el silencio era un seguro contra incendios y Kraus ejercía de pirómano. Hasta que años después llegaron los fuegos del odio de la ortodoxia criminal nacionalsocialista y hubo que lamentarlo. Adolf Hitler impuso al ministro de Propaganda Joseph Goebbels que tenía como una de sus misiones vigilar que no se dijese nada en contra de aquel régimen guiado por asesinos. Goebbels suprimió la crítica. "En lugar de criticar la obra de arte habrá que contemplarla", dijo. Y no tuvo inconveniente en explicarse. "Se empieza criticando el Fausto y se acaba criticando al Führer". Cuando Kraus murió, el nazismo ya había reemplazado la sátira incendiaria de la palabra por una retórica que acabaría llevando a Europa al infierno.