Es bien sabido que la búsqueda de las experiencias y las curiosidades que nos depara el mundo de los grandes hoteles, incluso cuando ésta es por motivos estrictamente profesionales, puede apasionar como la bibliofilia o la gastronomía. La mayoría de esos hoteles no sólo tienen historias fascinantes. Muchos de ellos pueden incluso ser considerados como unas obras del arte de vivir que ennoblecen los lugares donde se levantan.

Son hoteles muy especiales. Ya que poseen las soleras y los legados y las esencias que confieren unas edades bien cumplidas y por lo tanto más que respetables. No pocos de ellos superan sobradamente el siglo. Incluso los hay que pueden presumir de más de 150 años de navegación. No deja de ser emocionante el que en sus comienzos los establecimientos más veteranos se iluminaron con velas, candiles y antorchas. Por supuesto disponían al principio de cuadras para las caballerías de sus huéspedes y alojamientos para sus grooms y cocheros. Otros, como el augusto Vier Jahreszeiten de Munich, tan querido por la Casa Real de Baviera, ofrecían artilugios revolucionarios. Como un ingenioso sistema de poleas para transportar a los clientes de mayor edad, una vez sentados en un cómodo sillón, hasta las plantas superiores del hotel. Un sistema bastante más complejo que el de los palanquines en los que el Pera Palace de Estambul transportaba a sus clientes desde la estación del ferrocarril a la que llegaba el legendario Orient Express, ya en las orillas del Bósforo.

Poco a poco fueron instalándose en aquellos establecimientos las lámparas de gas, las calderas de vapor, incluso la electricidad, los ascensores y el teléfono. Y un día las airosas calesas y los elegantes landós y fiacres de antaño cedieron el paso a extraños y ruidosos vehículos de tracción mecánica.

Hubo momentos que anunciaron nuevos tiempos. Como cuando el gran César Ritz decidió que los salones de su futuro hotel en la parisina Place Vendôme serían diseñados en función de buscar el mejor ángulo que permitiera a una dama una entrada triunfal. O cuando se fija la altura perfecta, al milímetro, de las mesas del restaurante. O la textura del hilo irlandés para las servilletas y los manteles. O cuando logran una iluminación técnicamente impecable para el triunfo del maquillaje de las señoras. Y la recepción del hotel, casi oculta, para que la llegada o la salida de los huéspedes se pudiera atender con la mayor discreción posible. Y la reconfortante selección de diferentes timbres en las habitaciones: para llamar al camarero de pisos, a las camareras y limpiadoras, al ´valet de chambre´ o al ordenanza de salón.

Hoteles que nacieron inicialmente para ser el palacio de una emperatriz, como el Hôtel du Palais, en Biarritz. O aquella locura maravillosa del Portmeiriron, en una remota ensenada de la costa de Gales, acumulando fragmentos de las ruinas de antiguas casas señoriales del Reino Unido. O el elegantemente discreto Schloss Hugenpoet, un hermoso castillo-palacio del Renacimiento alemán, oculto entre las arboledas de un bosque idílico cerca de Essen. También hay hoteles que dejaron de serlo en tiempos duros de guerra. Como el Peninsula de Hong Kong, convertido en cuartel general del ejército japonés de ocupación. O el Lutetia, sede de la Gestapo en París durante los años oscuros. Y espléndidos hoteles que las guerras y sus consecuencias hicieron desaparecer de la faz de la tierra, como el viejo Adlon en Berlín. Felizmente renacido después de la reunificación alemana y hoy en total plenitud, junto a la Puerta de Brandenburgo.

Y hoteles que ofrecen momentos únicos. Como pueden serlos el seguir desde el salón de desayunos del Grand Hotel de Estocolmo la singladura de los remeros de la Marina Real sueca en uniforme de gala. Avanzando rítmicamente con sus banderas y gallardetes en la barcaza del Rey, por las aguas del Strömmen. O contemplar a los habitantes de Hamburgo paseando sobre el hielo virgen de las aguas congeladas del Alster. Desde una acogedora habitación de otro gran hotel: el Vier Jahreszeiten, poseedor de una de las mejores bodegas de Alemania. Donde comenzó su carrera hotelera el conde Rudolf von Schönburg. El conde Rudi. Como lo conocemos sus amigos de Marbella.

Y la pequeña o la gran historia. Cuando el general Eisenhower, en un París recién liberado, quiso compartir en un día del otoño de 1944 en Saint-Germain la mesa y el almuerzo de la familia Cazaudehore, los propietarios de La Forestière. Un maravilloso pequeño hotel cerca de Versalles. Me lo contó como un recuerdo de su niñez mi amigo el maestro Pierre Cazaudehore. O aquella otra mesa, en el salón del Palace de Saint-Moritz. Reservada para la Reina Madre de Jordania. Allí estaba su hijo, el príncipe Hussein, cuando un conserje del hotel le entregó un telegrama. Estaba dirigido a Su Majestad el Rey Hussein. Así supo el príncipe que su padre había abdicado. Y aquel otro día histórico, hace ya muchos años, cuando Mrs Louise Boldt, la esposa del propietario del Waldorf-Astoria de Nueva York, decidió romper para siempre un tabú; al ordenar que se dieran las máximas facilidades a las señoras no acompañadas que desearan alojarse en el Waldorf.

De todos estos hoteles y de otros he escrito en otras ocasiones. Con admiración, respeto y gratitud. Al fin y al cabo la humanidad ha necesitado miles de años para hacer posible ese milagro del hotel perfecto en un mundo muchas veces demasiado imperfecto.