Había una vez un hombre que vivía como un rey; de hecho, le llamaban «el rey de las tumbonas», ya que tenía cientos de ellas distribuidas a lo largo de la costa, y con ellas ganaba muchísimo dinero.

Este hombre tenía un hijo, que podía vivir como un príncipe, puliéndose la fortuna duramente conseguida por su papá; pero en vez de ello, se pasaba el día en bañador, surfeando o tirado en la arena, y bueno, no vivía como un príncipe, pero él se consideraba el príncipe de las olas.

Esto no le gustaba a su padre, pues quería que su hijo viviera como un príncipe de verdad, y dejara de ser un príncipe mojado, semidesnudo y oliendo a salitre. Para ello, decidió buscarle una auténtica princesa, de esas que viven en un avión, de fiesta en fiesta, y no se hacen fotos porque ya se las hacen para las revistas de colorín. Como tenía mucho dinero, y eso les encanta a las princesas y a los padres de las princesas, se puso manos a la obra.

Le empezó a presentar princesas a su hijo, pero, ¡ay!, ninguna era lo suficientemente sensible para él. No le importaba que la princesa fuera guapa, rica, simpática o que supiera quince idiomas; solo quería que fuera sensible de verdad. «¡Un capricho principesco, desde luego!», pensaba su padre, entre orgulloso y desesperado.

Una noche de tormenta, de mucha, muchísima lluvia, de esas que solo se dan en Málaga, llamó a la puerta de la casa del príncipe una joven. Estaba empapada y sostenía entre sus manos un poco de agua. «¡Qué tía más rara!», pensó el príncipe del rey de las tumbonas. Y de repente pensó en las princesas que su padre le había presentado y le pareció que eran más monas y que jamás tendrían esa pinta de loca que tenía la joven. Pero el príncipe era muy hospitalario y le ofreció pasar la noche en su casa, y ella le dijo que le estaría muy agradecida si tan solo le daba un vaso. «¿De agua?», le preguntó el príncipe, cada vez más extrañado e inquieto, mientras contemplaba la que estaba cayendo. «Vacío, un vaso vacío», le respondió ella, ya un poco impaciente por la indecisión del muchacho.

Intrigado, el príncipe le dio el vaso y ella, con sumo cuidado, depositó el agua que había llevado afanosamente entre las manos hasta la puerta de la casa del príncipe. Una sonrisa afloró en el rostro de la joven. «¡Gracias!», dijo. Y sus ojos resplandecieron de una alegría genuina y sencilla nunca vista por el príncipe.

«¿De dónde es esta agua, que tan valiosa es?», no pudo por menos de preguntarle el príncipe. «Del mar», le dijo ella. El príncipe la miró divertido. «Pues vaya cosa. El mar está lleno de agua», le respondió. «No seas tonto. Mira el vaso, y en ella verás algo».

El príncipe, intrigado, levantó el vaso hasta sus ojos y, a duras penas, vio un diminuto pececito. «Es un chanquete», dijo ella. «Y el pobre estaba a punto de perecer con esta lluvia, que lo había traído hasta la orilla y no le dejaba volver a su casita de coral del mar».

«¿Y por este chanquete has arriesgado tu vida, y te has metido en el agua, en medio de esta espantosa tormenta?», le preguntó sorprendido el príncipe.

«¡Claro, por este Aphia minuta, conocido como chanquete, jonquillo, xanguet o lorcho, es preciso arriesgarse! Quedan poquísimos, están a punto de extinguirse, y son tan bonitos€ ¿No crees?», le respondió la joven, mientras miraba embelesada el suspirito de plata que se agitaba dentro del vaso. El príncipe la miraba alucinado, pues al fin había conocido a una mujer sensible, una auténtica princesa, de espíritu noble y sangre azul marina.

Aquella noche, la joven y el príncipe la pasaron hablando, y al amanecer se dieron un beso. Sí, estaban enamorados. El príncipe corrió a comunicárselo a su padre: «Papá, he encontrado a mi princesa», le dijo. Y el padre, que estaba harto de princesas de colorín y padres de princesas de colorín, sonrió feliz.

Y colorín colorado, este artículo se ha acabado.