Hace 65.000 años un neandertal se manchó las manos con óxido de hierro y estampó las yemas de tres dedos en las paredes de una cueva, después de trazar un dibujo simbólico. A unos cientos de kilómetros de este lienzo cántabro de La Pasiega otro tipo robusto y de frente huidiza creaba la geometría de una escalera. Y más abajo de su hábitat extremeño de Maltravieso, en el malagueño pueblo de Ardales alguien con la misma nariz ancha y cubierto de cuero, salía de la suya con la satisfacción de haber plasmado su visión del mundo sobre una costra de calcita. Ninguno copió al otro. Lo que certifica científicamente la prueba de uranio-torio, practicada por los arqueólogos comandados por Joao Zilhao, es que los tres fueron los primeros en pensar el arte como una forma de comunicación. Unas veces simbólicamente abstracta y otros como un bestiario figurativo. En ocasiones puede que respondiesen al conjuro ritual de lo sagrado y lo misterioso, y otras serían un relato ilustrado sobre su aventura de lo cotidiano. Hasta este reciente hallazgo se pensaba que el arte había sido fruto, 40.000 años más tarde, de la sensibilidad de los modernos sapiens que migraron a Europa desde África. Después de todo, a ellos se les ha concedido siempre todas las sofistificaciones de lo que somos. Ahora resulta que además de un 3% de nuestro ADN el arte plástico también se lo debemos a los neandertales. O sea que aquellos tipos con aspecto feroz y tosco, considerados supervivientes cazadores con tendencia al canibalismo y con un cerebro parecido a una pelota de rugby, poseían el instinto picassiano para representarse Minotauros o en cubismo.

La presentación de este descubrimiento sobre nuestros antepasados de la Edad del Hielo se podía haber hecho en Ifema. Esa cueva moderna en la que cada febrero las paredes se engalanan con creaciones del homo sapiens, venido ya de vuelta de casi todo, y en ocasiones con regresión a los tiempos del Erectus como hemos visto en Bilbao a las puertas de San Mamés. Una feria venida a menos por la globalización del arte que contamina lo original y primitivo, que supone una cita con la competitividad entre el talento artístico, la innovación y las propuestas que generan debates filosóficos acerca de las diferencias entre lo bello y lo siniestro -sobre lo que tanto sabía ese sabio llamado Eugenio Trías- y el humor sin morderse la lengua con el que calificar a la llana lo que a veces el mercado cataloga como arte. Tampoco falta la provocación. Esa mezcla entre ingenio y oportunismo con los que agitar y molestar -cuestiones inherentes al arte-que ha tenido esta semana el anzuelo de "Presos Políticos". Un término serio y doloroso en la memoria de mucha gente y en el presente en jaque de muchos países, que aquí ha pasado a ser también pasto del malestar hacia un gobierno desacreditado por su corrupción y su diferente vara de aplicar contundencia judicial y rapidez entre la sedición y las inmunidades de las que gozan Pujol y Urdangarín. Los dos extremos que se tocan en el retrato de la inmoralidad ética del PP. Una realidad que tiene su cara B en la demagogia emocional y su tendencia a utilizar el concepto preso político, al igual que otros de moda, como un cóctel molotov contra todo lo relacionado con las leyes, la democracia o las normas de convivencia ética, y signifique ser independiente frente al pensamiento fast food, la rebeldía piercing y al puritanismo censor que están determinando lo que será la segunda mitad del siglo XXI. Tiene roda la pinta de un estrecho pasillo con una pared manchada de exabruptos como expresión de libertad, o con la expresión de la inteligencia y fronteriza con el arte en grito o en blanco como ha demostrado por un lado el rapero Valtonyc, y por otro la inteligente y rentable performance de "Presos Políticos" de Santiago Sierra. La pieza de 24 fotografías pixeladas en blanco y negro retiradas por la galerista Helga de Alvear porque al presidente de Ifema, Clemente González Soler, le parecía políticamente incorrecta. Una censura tan absurda en sí misma - pero no por ello menos reprobable- como la obra con la que el artista ha conseguido lo que buscaba. Su éxito como provocación. Su precio como símbolo.

No aprendemos las personas. Ni de lo que fue el franquismo ni de lo que el país le debe a la Transición. Tampoco del éxito del arte como polémica y que tiene en Sierra un exponente de controversias. Las que suscitó en 2008 con "Los Penetrados" el vídeo en el que un grupo de hombres y mujeres de raza blanca y negra practicaban sexo anal. Su manera de reflexionar acerca de la inmigración y la cuestión racial. Y con su montaje "244 m3" al llenar de dióxido de carbono una sinagoga sin uso en Colonia. "Mi trabajo nunca llega a ser crítico. La crítica la trae puesta cada uno" dijo entonces, no sin razón lógica, el artista que rechazó en 2010 el Premio Nacional de Artes Plásticas y poco después contrató por el salario mínimo a 30 desempleados para que escribiesen a mano en mil ejemplares "El trabajo es la dictadura".

En esa misma tradición de traviesa posmodernidad se enmarca Larry Bell que creó el personaje de Biluxo Benoni, conocido también como Dr. Lux, para que asistiese en su lugar a fiestas en museos, exposiciones y eventos sociales, igual que si fuese una obra suya o su alter ego. Perfiles y acciones abordados recientemente por Patricio Pron en uno de los cuentos de su último libro, Lo que está y no se usa nos fulminará; por Vicente Luis Mora en su novela Fred Cabeza de Vaca, y por Elisabet Martín Gordillo en su libro Cómo triunfar en el mundo del arte. Estrategias del joven británico de los 90 que presentó en 2008 en el CAC Málaga. Un estupendo ensayo que indaga en las relaciones entre arte, mercado, espectáculo, transgresión, escándalo y medios de comunicación, y plantea la dificultad de delimitar qué es publicidad y qué es una obra de arte, qué es un artista y cómo separar su concepto del culto al héroe y su fórmula para vender una actitud.

Arte. Actitud. Acción. Valor estético o trascendencia vacía. Términos coinvertido en interrogantes en torno a los límites o no de la libertad de expresión y a su censura, en función de qué y desde dónde. Y por supuesto a la manera en la que la gente reacciona y se posiciona según el enfoque de la prensa, al ideología, la cultura y el conocimiento. De esa evaluación depende la catalogación de victimas o de héroes a sus protagonistas. Es lo ocurrido con "Presos Políticos"; con el libro Fariña de Nacho Carretero secuestrado por una jueza a petición del ex alcalde de O Grove, quien aparecía citado por su presunta vinculación con el narcotráfico gallego; y la condena a tres años de cárcel al rapero por cantar "que explote un bus del PP con nitroglicerina cargada, ETA es una gran nación, o Tu bandera española está más bonita en llamas, igual que un puto Patrol de la guardia civil cuando estalla". De las dos primeras está claro el sello de la censura, su despropósito y cómo imponerla genera lo contrario: esa fama a la que alude el libro de Martin Gordillo. Y la del rapero manifiesta su exceso porque este su mal gusto y su gratuita exaltación pública de violencia, pueden considerarse delito pero de multa y nunca de privación de libertad. Carretero busca desvelar los límites entre la corrupción y la ley. Sierra provoca la conciencia y zarandea. Y Valtonyc ignora cuándo hay obra artística y la creación espolea nuestro pensamiento y cuándo se trata de esa demagogia que prima la expresión personal sobre cualquier derecho colectivo o la dignidad de otros.

El arte es una brújula para nuestra forma de libertad y de goce, y también un instrumento para la supervivencia. Lo dijo el maestro Eugenio Trías y esta semana lo ha dejado claro lo sucedido, y el descubrimiento que ilumina la diferencia entre ser un troglodita de escasas capacidades cognitivas y simbólicas y un neandertal que pinta y sueña.