No soy muy habilidoso con las nuevas tecnologías. Servidor pertenece a la quinta que tuvo que engancharse a regañadientes al carro de los avances electrónicos que el progreso nos iba presentando. Hoy, sin embargo, todo es distinto. Mis hijos, y también los de usted, lo queramos o no, nacen con una tablet debajo del brazo. No son aprendices, son nativos. Porque yo, si me dejan sincerarme, todavía no sé organizar las cadenas del televisor para que la Primera esté en el uno, la Segunda en el dos y así sucesivamente. Por contra, cualquier quinceañero que se mueva entre la clase media ya mercadea como pez en el agua por los avatares de la informática, las aplicaciones, el móvil, la Play, la Wii U, las compras por Amazon o Ebay, las redes sociales, el Whisper XL, la Thermomix y lo que te rondaré morena. Las ciencias aplicadas a la técnica, sin duda, han mejorado nuestro nivel de vida y abierto los amplios campos del ocio personal. Pero en esta vorágine vital y telemática, de vez en cuando, es justo encender las luces rojas de aquellas otras disciplinas y artes que ni se deben olvidar ni se pueden dejar de inculcar a nuestros hijos. Como la lectura, verbigracia. El pasado día 21, tuve el placer de impartir un taller de Poesía a los alumnos del Colegio Cardenal Herrera Oria. Todo ello en el marco de una serie de actividades que, a iniciativa del centro, no pretendían otra cosa que homenajear los valores que nos aportan las letras y las humanidades. Las historias, ficticias o reales, qué más da, nos llevan de la mano por la vida, nos sostienen. Nos sirven de aprendizaje, de evasión, facilitan el proceso madurativo y, en muchas ocasiones, sus tramas y sus personajes se quedan con nosotros para siempre. Allí, se me concedió el don de traspasar los umbrales de la Biblioteca de los Libros Vivos. Un escenario de fantasía donde los alumnos de secundaria representaban multitud de referencias pertenecientes a las grandes obras de la literatura universal y que abarcaban desde Don Quijote de la Mancha hasta El Señor de los anillos. En ese contexto, no pude evitar detener la mirada sobre una alumna que, vestida de Blancanieves, yacía sobre el suelo para hacernos recordar ese crudo instante en el que un temeroso letargo envuelve al personaje tras morder la manzana envenenada. Pero la cosa no se quedó ahí. La escena me regaló grandes dosis de magia. Magia real, de la buena. Un alumno de infantil, un pequeñuelo de pocos años que merodeaba por allí, la miraba igual que yo. Diría que la observaba con preocupación. Tras unos instantes de incertidumbre, el crío, poco a poco y con cierta inseguridad, fue acortando distancias con ella. Yo, atento al acontecimiento, vaticinaba en mi interior que algo grande iba a aflorar como fruto de aquel acercamiento espontáneo. De repente, aquel niño pequeño se llena de determinación y se decide. Se acerca a Blancanieves, se arrodilla ante ella y, sin más, besa su mejilla con pura e incuestionable inocencia. Nuestra princesa Disney, que se huele lo que le acaba de ocurrir, improvisa, abre los ojos, hace como que se despierta de la muerte y sonríe a su pequeño e inesperado galán, que no deja de mirarla con los ojos más luminosos que puede regalarnos la infancia. Qué quieren que les diga, fue emocionante. Seguidamente, también tuve la dicha de conocer a Claudia Sequero. Una alumna de tan sólo trece años que ya ha editado su primer libro: Textos de una mente fantasía. En su ópera prima, Claudia nos ofrece una serie de pasajes independientes cuya temática, en palabras de su autora, gira en torno al amor y los entresijos vitales. Digno de elogio a tan temprana edad. Admirable. Como ven, las puertas que nos abre la Literatura son sagradas, al igual que sus horizontes. Y por mi parte, lo tengo claro. Preferiría, sin duda, que mi hijo, antes de manejar cualquier artefacto electrónico, tuviera en su conocimiento la sensibilidad de saber cómo despertar a Blancanieves de su sueño eterno. Y no sólo saberlo, sino también la fortaleza, el arrojo y la determinación para vencer sus miedos, lanzarse a pecho descubierto y regalar, a cambio de nada, ese beso que genera milagros.