Dice el refrán popular que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra o, como escribía Forges en su último chiste, «la piedra es el único objeto inanimado capaz de tropezar dos veces con el mismo hombre». Los norteamericanos no deben saberlo y por eso no paran de tropezar con recurrentes atentados criminales como consecuencia de la facilidad con la que pueden adquirir armas de fuego. El presidente Trump ha dicho que el problema son las personas con desequilibrios mentales y cabría responderle que esas las hay en todos sitios, pero que solo en EEUU aparecen disparando en una escuela con un un fusil de asalto AR-15 que haría palidecer de envidia al propio Rambo. EEUU tiene el 4,7% de la población mundial y el 40% de las armas en manos de civiles. Un tercio de su población está armada y cada año más de 7.000 menores mueren o resultan gravemente heridos por armas de fuego. Una barbaridad.

Cuando era embajador en EEUU me detuve en una gasolinera de una zona rural de West Virginia donde un gran cartel pedía que los parroquianos no sacaran las armas del vehículo mientras repostaban, que por lo visto es algo que debían hacer, y hay una galería de tiro en el piso superior de la National Gallery of Art que frecuentaban las damas más encopetadas de la alta sociedad de Washington, perfectamente familiarizadas con el uso de pistolas y revólveres. En otra ocasión visité una feria dedicada en exclusividad a la venta de armas donde solo me exigieron presentar mi carné de conducir norteamericano para llevarme lo que quisiera. Los precios eran muy bajos, un buen fusil de asalto se vendía por 500 dólares y los revólveres costaban unos doscientos. De allí salían satisfechos parroquianos con armas debajo del brazo camino de sus coches.

El último asesino, el de Parkland era un muchacho de 19 años de carácter violento y con una vida difícil, cuya madre adoptiva acababa de fallecer hace solo unos meses, que había recibido tratamiento psiquiátrico y que también había sido expulsado de la escuela a la que regresó para acabar con la vida de diecisiete compañeros y profesores. Todo eso era conocido y no le impidió comprar legalmente un rifle.

Si esta hubiera sido la primera vez que algo así ocurre, vale. Pero es que estos hechos se repiten. Recuerden los quince muertos de Columbine (1999), los 32 de Virginia Tech (2007), o Sandy Hook (2012) donde murieron veinte críos de seis y siete años, además de siete adultos. Y las tragedias no solo tienen lugar en escuelas sino también en cuarteles (13 muertos en Fort Hood en 2009, o 12 en la base naval de Washington en 2013) y en discotecas como la de Orlando donde fallecieron 49 jóvenes que celebraban el Orgullo Gay en junio de 2016. O en conciertos al aire libre, como ocurrió en Las Vegas el año pasado cuando un francotirador enloquecido mató a 86 personas desde la ventana de su hotel. Y esos son solo los casos más conocidos porque en lo que llevamos de año (dos meses) ya llevan 1.800 muertos por armas de fuego. Insisto, desequilibrados los hay en todos sitios pero solo en los Estados Unidos tienen tantas facilidades para cometer estas atrocidades.

Este derecho a llevar armas tiene su origen tanto en los peligros de la vida de frontera como en la desconfianza que los padres fundadores sentían ante los ejércitos permanentes y en la consiguiente necesidad de contar con una milicia dispuesta para cuando hiciera falta. Pero de eso hace 250 años y eran otros tiempos. Ese derecho lo recogió y santificó la segunda enmienda de la Constitución y hoy lo defienden una mayoría de norteamericanos tanto demócratas como republicanos, desde Reagan y Bush hasta John Kennedy y Bernie Sanders. Y la poderosa Asociación Nacional del Rifle se gasta millones de dólares en cada campaña electoral para que los políticos se guarden mucho de cambiar este estado de cosas. Pero, como decía el actor Robin Williams, una cosa es llevar armas y otra es llevar artillería.

Cuando era embajador en Washington di una conferencia en un prestigioso think-tank a los pocos días de la masacre de Fort Hood y expresé mi extrañeza ante esta facilidad para que los ciudadanos se armen hasta los dientes cuando ya no hay indios, Billy el Niño está muerto, hay un Ejército permanente y una policía también armada hasta los dientes. Desde el atril percibí la incomodidad con la que se escucharon mis palabras. Allí habría no menos de un centenar de personas y no llegaron a la docena las que las aplaudieron... tímidamente.

Los estudiantes de Florida quieren que esta matanza sea la última y se han movilizado para cambiar las cosas en un movimiento que se extiende a otros estados y que prepara una marcha sobre Washington el 24 de marzo. Pero en vez de prohibir armas, Trump sugiere armar a los maestros. O sea poner más armas en las escuelas. Es difícil entender su lógica, como tampoco es normal aducir razones de seguridad para prohibir la entrada en EEUU a ciudadanos de siete países musulmanes cuando los terroristas están ya dentro y se benefician de una legislación que les ayuda a matar y que nadie quiere o se atreve a cambiar. Ojalá haya sonado la hora de los jóvenes y ellos logren cambiar este estado de cosas, pero no oculto mi escepticismo.

*Jorge Dezcállar es diplomático