Hoy celebramos el Día de Andalucía y frente a quienes habitualmente convierten la efeméride en un acto de autoexaltación, en plataforma de sus reivindicaciones o recurren al habitual discurso del agravio y del victimismo, yo prefiero soñar con una Andalucía mejor, una Andalucía que deje atrás todo eso y mire al futuro con optimismo.

Los andaluces tenemos la obligación de ser ambiciosos, de soñar, de construir un futuro mejor. Hemos progresado muchísimo en las cuatro últimas décadas. Pero como todo el mundo. Pero tenemos que admitir que en algunas cuestiones no hemos progresado o no hemos progresado lo suficiente y se ha agrandado la brecha con otras comunidades españolas.

Seguimos siendo la comunidad con más paro de Europa. Y eso es una responsabilidad y un reto al que nos enfrentamos todos.

Hay una frase, atribuida erróneamente a Albert Einstein, pero que no deja de ser una gran frase:»La definición de locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes resultados».

Tenemos que dejar de hacer lo mismo, tenemos que cambiar lo que sea necesario para dejar de ser la comunidad con más parados y más desempleo del continente. Y para ello deberíamos dejar de lamentarnos por las desventajas que arrastramos del pasado y creer más en nuestro futuro.

Andalucía cuenta con la generación más preparada de su historia, tiene el autogobierno y los recursos necesarios para ser dueña de su destino. Pero considero que a menudo caemos en el error de exigir más a los demás que a nosotros mismos. Nadie de fuera va a venir a arreglar los problemas de Andalucía si no lo hacemos los propios andaluces.

El discurso del agravio y del victimismo puede haber resultado rentable electoralmente, pero constituye un gran fracaso colectivo y una dejación de responsabilidades. Y además alimenta el enfrentamiento entre territorios y comunidades. La confrontación política con el Gobierno, como actitud constante de la Junta de Andalucía, puede ganar algunos votos en el disputado campo ideológico de la izquierda, pero institucionalmente resulta una estrategia cortoplacista nefasta que no beneficia en absoluto a los andaluces.

Andalucía necesita menos política y más gestión. Menos intervencionismo y más empresarios. Más ambición y menos victimismo. Más diálogo y menos confrontación.

Necesitamos una Andalucía que capte inversiones extranjeras, que no ponga obstáculos a quien viene aquí a emprender sus proyectos, sino que estimule y atraiga las inversiones privadas. Nuestra maraña burocrática y administrativa autonómica espanta a los inversores, como nuestra presión fiscal. Año a año podemos comprobar en las estadísticas oficiales de inversión extranjera en España cómo Andalucía se sitúa en los últimos lugares. En 2017, por ejemplo, recibió sólo 311 millones de euros de inversión productiva extranjera. Casi treinta veces menos que Madrid, con 8.735 millones. Y muy lejos también de la inversión que atraen el País Vasco, Cataluña o la Comunidad Valenciana. Algo tenemos que cambiar porque la distancia con esas comunidades se está agrandando.

Por eso creo que el papel de Málaga es fundamental en la construcción de la nueva Andalucía. Nuestra provincia tiene la vocación y la obligación de liderar la transformación de Andalucía.

Desde su indiscutible capitalidad económica y turística, pero también desde su revolución tecnológica y cultural, Málaga ha enseñado el camino a seguir. También como destino de las inversiones privadas.

Pero seguimos teniendo demasiados proyectos parados en la mesa de la Junta de Andalucía. Proyectos como la ciudad aeroportuaria de Alhaurín de la Torre y Málaga, que generaría 80.000 puestos de trabajo y una inversión de 300 millones de euros. Proyectos como las obras hidráulicas necesarias no sólo para evitar las restricciones en tiempo de sequía, sino para aprovechar el dinamismo de los cultivos tropicales en la zona oriental de la provincia. Los propios agricultores se han ofrecido a pagar el coste de las inversiones necesarias y siguen sin recibir respuesta. Proyectos como las universidades privadas de prestigio internacional que han mostrado interés por establecerse en Málaga capital, o en Marbella, pero que no reciben la pertinente autorización autonómica. Considero que es evidente que urge un cambio de mentalidad en la administración regional, que la ideología no debe frenar proyectos que crearían empleo y riqueza.

Los andaluces somos una sociedad joven, moderna y preparada. Contamos con los recursos, las infraestructuras y el talento necesarios para acometer esa revolución pendiente, esos cambios que deben sacarnos del furgón de cola. Y nuestra obligación como administraciones públicas es favorecer, no impedir. Ser una solución, no un obstáculo.

A los andaluces sólo nos falta creer más en nosotros mismos y en nuestras posibilidades. Estar orgullosos de nuestro pasado, sí, pero aún más orgullosos del futuro que pretendemos construir. Todos juntos. Y con Málaga jugando un papel de liderazgo claro. Como hemos hecho, por poner un ejemplo simbólico, con la marca Sabor a Málaga. En apenas cuatro años sumamos 700 empresas orgullosas de lo que se produce aquí, y hemos conseguido aumentar las exportaciones por encima del 30%. Tenemos que vendernos mejor y la industria agroalimentaria tiene un enorme margen de crecimiento y capacidad para crear empleo.

En numerosas ocasiones he señalado que nuestra ambición como provincia debe ser convertirnos en el tercer gran eje económico, cultural, social y cultural de España, tras Madrid y Barcelona. Creo que Málaga y la Costa del Sol, entendida como área metropolitana, cuenta con todos los factores necesarios para ello. Incluso las proyecciones del INE nos señalan como la segunda provincia de España, tras Madrid, que más población va a ganar de aquí a 2030. En apenas doce años habrá 120.000 malagueños más.

Ese crecimiento demográfico implica grandes retos y desafíos, pero también una enorme oportunidad. Y todos debemos prepararnos para ello.