Uno de los mantras compartidos, paradójicamente, entre el gobierno de Mariano Rajoy y buena parte de los dirigentes independentistas (de Esquerra Republicana, pero también de la antigua Convergència, el PDECAT) era que, tras las elecciones de diciembre, era necesaria la formación de un nuevo Govern, con personas libres de cargas judiciales y que levantara la aplicación del artículo 155, como paso hacia la «normalidad». El problema es que no contaron con el ´factor Puigdemont´.

Su plataforma de nuevo cuño, Junts per Catalunya (más radical en sus planteamientos independentistas que ERC y más a la izquierda que el PDECAT), logró liderar el campo secesionista y, en las semanas transcurridas desde los comicios, ha condicionado las negociaciones, tanto para formar un nuevo Govern como para mantener el pulso con el Estado. Todo ello, desde Bruselas, centro de actuación del presidente «legítimo», según resolución reciente aprobada por el Parlament catalán.

Logrado este reconocimiento, Puigdemont ha renunciado a la presidencia autonómica, pero no facilitará el regreso a la «normalidad institucional». Primero (si la CUP lo aprueba), porque ha designado como sucesor a Jordi Sànchez, actualmente en prisión preventiva, con el objetivo de abrir un frente que «ponga en evidencia» al sistema jurídico español, a partir del precedente de Juan Carlos Yoldi (miembro de ETA al que se permitió salir de la cárcel para disputar la investidura al entonces lehendakari, J. Antonio Ardanza). En segundo término, porque pretende ejercer un rol político real desde Bélgica, nombrando a consellers e impulsando un proceso constituyente. Todo ello, mientras el Tribunal Supremo decide ampliar (hasta 18 meses) la causa por rebelión y sedición contra el anterior Govern. Así que el empantanamiento continuará.