A veces, contraviniendo los cánones mayores de la profesión, (la ley máxima de que el periodista no debe ser noticia), hablo de mí, quizás porque soy lo que tengo más a mano. Y lo hago (aún a sabiendas de que está un poco fuera de lugar, de que tal vez me expongo demasiado y dejo entrar la luz allí donde conviene un cierto grado de penumbra), porque aprendí de mis maestros en este oficio de contar la vida que lo general se entiende mejor cuando se reduce a lo particular, que lo universal se ve mejor cuando lo abreviamos a la aldea, que son mejores los microscopios que los telescopios.

«Sin nosotras se para el mundo», fue el certero lema escogido por las mujeres para demandar ayer su derecho absoluto, total, incuestionable, a terminar de una vez con las diferencias, las brechas, los techos, las dificultades que las separan de lo que es justo y ya no puede mantenerse por más tiempo. Y así, mientras comprobaba que sin ellas, en general, el mundo no funciona, fui consciente de que sin ella, en particular, el mundo deja de existir, y tuve meridiana conciencia de que se me encoje el aliento, se me ralentiza la sangre y me embarga el vértigo nada más imaginar que un día no esté su orilla junto a la mía, ni su calor con mi calor, ni su mano sobre mi mano.

Sin ella, en particular, el mundo sigue su marcha, sus movimientos de rotación y traslación, pero sin sentido ya, sin utilidad, sin que haga ninguna falta. Sin ella en particular se para mi mundo, ese universo que tiene sentido porque ella está ahí, porque ella existe, porque cuando vuelvo a casa me pregunta «cómo te ha ido el día», y me sonríe, y me comprende. Alguna vez me hubiese gustado tropezarme con aquel idiota que tuvo la ocurrencia de decir «nadie es imprescindible» para explicarle lo que es amar a una mujer.

Me reconcilia con la esperanza pensar que les pasa a muchos (es imposible que a todos), que no estoy solo en esto, que miles, tal vez millones de hombres somos conscientes de que sin ella, sin la mujer que acompaña nuestros días, esa junto a quien hemos construido un mundo en el que es posible creer en la ternura y desde donde es factible defenderse de todo el dolor de afuera, sin esa mujer de la que hemos aprendido las mayores certezas de la vida, la fuerza paciente de la entereza, la claridad profunda del amor y la firmeza de saber esperar serenamente, sin esa mujer, decía, nunca hubiéramos sido el hombre que somos.