Siempre serán los más indefensos. Desde los tiempos de Herodes y mucho antes. No sólo porque dependen totalmente de nosotros, los adultos, sino porque, en caso de necesidad, los niños tampoco pueden defenderse por sí mismos. Son víctimas sencillas, confiadas, manipulables, están en nuestras manos. Desde que nacen, dependen exclusivamente de nuestra bondad, de nuestra sensibilidad, del grado que en su cuidado nosotros queramos darles. Y nada hay, no se engañen, ni autoridad ni orden público, que pueda controlar a tiempo ese estado de indefensión. Quizá sí a destiempo. Pero claro, en multitud de ocasiones, ese control llega tarde o, en los peores casos, demasiado tarde. Los menores, de facto, tampoco tienen la iniciativa o el impulso de denunciar por sí solos las propias vulneraciones de sus derechos. A veces, no son ni siquiera conscientes de la agresión que padecen. Nada son sin un adulto que descubra la trama, que los ampare y que dé la cara por ellos. Pero, ¿qué hacer cuando el mal ataca desde dentro? ¿Qué hacer cuando los agresores brotan del entorno familiar o de profesiones que, precisamente, están creadas para la defensa y el cuidado de la infancia? Verbigracia, sin ir más lejos, hace tan sólo unos días que un Juzgado de Málaga, según informa la prensa local, ha condenado a un año de prisión con inhabilitación para empleo, cargo público o ejercicio de oficio que tenga que ver con menores de edad a un antiguo integrante de la administración del colegio Los Olivos por posesión de material pedófilo procedente de una distribuidora canadiense. En el mismo orden de agravios, el pasado mes de febrero, la Policía Nacional detenía en Vélez-Málaga a otro individuo investigado por presuntos abusos sexuales a menores, provocación sexual y pornografía. Y en este amplio arco de infinitas agresiones, todavía resuenan las dolencias de los cercanos y de la opinión pública por el secuestro y asesinato de Gabriel. La fundación ANAR alertaba recientemente en el Congreso sobre el patente aumento entre 2009 y 2016 de la violencia ejercida contra los menores por parte de las parejas de sus padres. Está ocurriendo aquí, ya ven, entre nosotros. No me lo estoy inventando. Los agredidos y los asesinados podrían ser sus hijos o los míos. Los niños, nuestros niños, se lo decía al principio, están en nuestras manos y son cosa de todos. Porque la responsabilidad frente a la infancia no es mero patrimonio de los padres. Incluso si dejamos a un lado lo delictivo, no es menos cierto que el urbanismo, el ecosistema social y los ciudadanos deben mejorar y potenciar de manera natural la integración de los menores en lo cotidiano para evitar todo tipo de situaciones de desigualdad. Porque lo que tampoco puede ser es que un fulano con un puro se siente tranquilamente en la terraza de un bar y los demás nos tengamos que aguantar y tragar sus efluvios cancerígenos porque la calle es de todos, pero si un chaval pasa junto a él en un patín se increpe a los padres porque el niño molesta. Y si en una plaza pública los niños están jugando al fútbol, nada más propio, fíjense en que siempre asomará el avinagrado o la avinagrada de turno para decir que ya está bien de «joder con la pelota», como decía Serrat. Que los espacios sean públicos no quiere decir que en ellos te tengas que sentir como en tu casa. Precisamente por eso, porque son de todos. También de los niños. Sólo faltaría que, en una plaza pública, hubiera que cercar guetos para los infantes, como quien acota una zona para los perros. No olviden tampoco, piénsenlo despacio, que una ciudad con niños es una ciudad más segura. Un niño en la terraza de un bar, en una plaza, llama la atención. Los adultos circundantes, sean los padres o no, en mayor o menor medida, están pendientes de él. Aunque sea con el rabillo del ojo. Un niño invita a la atención, a su cuidado. Si se cae, no son pocos los cercanos que hacen ademán de levantarse para ayudarle. Y, por supuesto, un niño que camine sólo nos pone en alerta, y así debe de ser. Porque, como les he dicho varias veces, están en nuestras manos.