Las opciones políticas de los rusos son de las que anestesian el alma. Esta vez podían elegir entre acudir a las urnas en la certeza de que Putin volvería a ser entronizado para otros seis años -ya suma catorce en el trono- o boicotear las elecciones como pedía el inhabilitado Alexéi Navalni, el único opositor que ha tenido el coraje de investigar la corrupción de las élites del Kremlin. Ninguna de esas opciones era medianamente potable: el boicot significaba según el altavoz mediático perder la oportunidad de influir de alguna manera en la elección; votar, suponía legitimar el derecho del nuevo zar a elegir a sus propios adversarios. Dicho de otra manera, los rusos siguen siendo un pueblo que se debate entre la infelicidad y la mala suerte. El símbolo de ese infortunio ha sido, según un viejo chiste que circulaba por la URSS, el cosmonauta Yuri Gagarin, el primer humano en viajar al espacio exterior, que dio 27 vueltas a la Tierra y tuvo la desgracia de caer de nuevo en Rusia. Pero si la reelección de Putin representa para los desdichados rusos un futuro desesperanzado tras décadas y décadas de opresión económica y ausencia de libertades civiles, Europa occidental tiene más razones que nunca para sentirse preocupada por el ardor belicista y el nacionalismo que encarna el retrototalitario jefe del Kremlin, un sujeto que se sirve de estrategias desestabilizadoras para promover una nueva hegemonía de Eurasia en el continente. Y con un inquietante patoso como inquilino de la Casa Blanca, que no toma suficientemente en serio la amenaza del macho alfa que en el fondo admira y con el que le han relacionado peligrosamente. Ufff...