Jordi Sánchez, preso en Estremera y número dos de la lista de Junts per Catalunya (JxC), el plan B de Puigdemont, renunció a ser candidato antes de agotar todos los recursos a su alcance. ¿Se rebeló así por razones personales, o políticas, o por ambas, a la estrategia de Puigdemont de dilatar todo al máximo para poner en crisis a España? Lo cierto es que la renuncia abría el camino, antes de lo previsto, a su plan C, Jordi Turull.

Pero Turull era todavía más difícil que tuviera el necesario apoyo de las CUP. No sólo por razones personales -Turull es un hombre ligado a la CDC de Artur Mas, un pecado para las CUP- sino porque el programa pactado por JxC y ERC les parecía a los ´cupaires´, siempre maximalistas, demasiado moderado. Turull no podía pues ser elegido -y siempre en segunda votación- salvo si Puigdemont y Toni Comín renunciaban a sus escaños y la suma de JxC y ERC recobraba así sus 66 diputados (los no independentistas son 65).

Un lío en el que el secesionismo estaba atrapado. Pero de repente interviene el Tribunal Supremo y el miércoles el juez Llarena comunica que tiene ya listo el auto de procesamiento y cita a seis encausados -entre ellos Jordi Turull- a comparecer para una posible revisión de su situación de libertad provisional. Y Puigdemont y su grupito de diputados maximalistas de JxC (algo más de una quincena de los 34 de JxC) ven el cielo abierto y se lanzan a una gran operación. En teoría brillante.

Consiste en convocar urgentemente un pleno el jueves por la tarde para investir a Turull. Las CUP se verán forzadas a apoyarlo para poner a España contra las cuerdas. Si Turull comparece el viernes ante el Supremo como presidente electo y el juez Llarena lo envía a prisión, bingo. Se denunciará ante el mundo que España encarcela a un presidente de la Generalitat y no reconoce así los resultados democráticos del 21-D. Si, por el contrario, Llarena le permite seguir en libertad, bingo también. El Rey deberá firmar el nombramiento a la Generalitat de un procesado por delito de rebelión contra el Estado que será así automáticamente el representante del Estado en Cataluña. Ridículo total que demostrará que España tiene los pies de barro.

Pero la operación fracasa con estrépito y la sesión de investidura se convierte -ya antes de empezar- en un funeral del independentismo. En efecto las CUP anuncian que no votarán a Turull y que rompen el pacto con el independentismo no revolucionario. Se evidencia así que el separatismo no tiene mayoría absoluta operativa (sin los cuatro de las CUP, se queda en 66 diputados cuando la mayoría es de 68). Y se visualiza que si Puigdemont (y Comín) hubieran dimitido, el independentismo con 66 diputados habría podido desde hace días elegir en segunda votación a cualquier candidato. Los no independentistas solo suman 65.

El grave error de cálculo de un Puigdemont tocado por el exilio y de sus excitados y pocos duchos incondicionales ha puesto de relieve la gran mentira del independentismo. No es legítimo proclamar, como se hacía desde las elecciones del 2015 (y ya antes), que con el 47% de los votos se tiene un mandato democrático. Y era una estulticia creer que con una mayoría absoluta dependiente de las CUP -asamblearias y anticapitalistas- se podía articular una acción política consistente. Por último, con tales mimbres, era infantil pensar que se derrotaría al Estado español y que la UE aceptaría la desmembración de uno de sus socios más relevantes y de la cuarta economía de la zona euro.

Todo ha sido una descomunal estupidez que ha metido a Cataluña, y a España, en un lío monumental. Y no está nada claro cómo se sale del lío. Han empezado -cosa positiva- a correr los plazos y si no se forma gobierno en los dos próximos meses, el 15 de julio se repetirán las elecciones en Cataluña. ¿Resultado?

Y si así fuera Rajoy no podría aprobar los Presupuestos y toda la política española quedaría paralizada o seriamente afectada. Pero con la política catalana condicionada por un exilado con aires de profeta y con la política española respecto a Cataluña en manos del Supremo, que decide según su Biblia -el Código Penal-, todo puede pasar. Incluso alguna cosa que podría ser positiva.

Una posibilidad sería que en los próximos días, y tras su procesamiento, el Supremo decidiera la inhabilitación de Puigdemont y Comín. Entonces el secesionismo volvería a tener 66 diputados efectivos (sin que el independentismo tuviera que asesinar a Puigdemont) y en un clima menos pasional tras el fracaso de esta semana podría elegir un presidente de la Generalitat sin problemas judiciales en segunda votación.

Entonces Rajoy tendría Presupuestos porque el PNV -sin 155- los votaría.

Sí, es un lío descomunal. Hasta aquí hemos llegado. Por la estúpida ceguera independentista y las graves carencias de buena parte de la clase política española.

El fracaso de la investidura de Turull demuestra la gran debilidad intelectual y política de la apuesta independentista.