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Las cookies no son galletas, obviamente, sino los mecanismos informáticos -parásitos recolectores, les llaman algunos expertos- que transfieren nuestros datos al programa con el que solemos navegar por la red (Google, Yahoo, Firefox, Safari€ o el ficticio Chumhum de la serie The Good Wife). Gracias a las cookies, esos programas navegadores obtienen toda la información de los movimientos por la red: observan lo que miramos, cuándo, cómo y cuánto€ y esos datos los almacenan en computadoras con una gigantesca capacidad de archivo y cruce de información.

A esa acumulación de datos procedentes de millones de usuarios le llaman Big Data, y su organización y gestión para un uso específico es uno de los grandes negocios actuales. Es, en lo básico, el negocio de las empresas que han conseguido que sus softwares para navegar (los antes citados) sean masivamente utilizados desde cualquier rincón del planeta. Y dado que ese es el gran negocio del gran dato, otros programas de intenso uso como los que desarrollan redes sociales tan conocidos como Facebook, Linkedin, Twitter, Instagram y otros muy difundidos como Whatsapp, Pinterest, Foursquare o You Tube, también se dedican a captar información de sus clientes o, incluso, a permitir que otras empresas incorporen aplicaciones a sus plataformas para capturar datos de los navegantes.

Obviamente, el común de los mortales desconoce todo esto, y si es un joven o adolescente compulsivo, dominado por la adicción a la conectividad permanente a las pantallas, menos todavía. Puede que hasta les produzca una cierta gracia comprobar que en los espacios neutros para la publicidad de las webs que se visitan aparezcan anuncios sobre objetos o temas que son de su agrado e interés. Los navegadores pagan una pequeña cantidad a las webs por disponer de esos espacios, y ellos a su vez lo han revendido a los anunciantes que piden acceder a clientes que responden al perfil favorable a la compra de sus productos.

Hasta ahí, nada que objetar, todo lo contrario. Que uno reciba publicidad de coches si es un amante de la automoción o de libros de historia si le apasiona el pasado de la humanidad, es bastante más plausible que en el antiguo mundo analógico cuando por un solo y único canal se recibía toda la oferta posible del mercado universal. O te dedicabas a la publicidad o resultaba insoportable.

Ahora bien, lo que acaba de pasar en Estados Unidos y que obligará a comparecer ante el Congreso al reconocido genio digital de apenas 33 años que inventó Facebook, Mark Zuckerberg, es algo más siniestro y peligroso. Lo que ha puesto el muro de Facebook a los pies de los caballos y le ha hecho perder en apenas unos días más del 12 % de su valor en bolsa, ha sido la tolerancia hacia esas terceras compañías que, pagando, instalan aplicaciones en el espacio de Zuckerberg para obtener información. Una de esas compañías, la Cambridge Analytics -con sede en los dos Cambridge, el inglés y el de Massachusetts- consiguió recopilar datos de más de 50 millones de usuarios de Facebook para crear estrategias encubiertas de publicidad política.

Hace años que las técnicas del marketing se han venido aplicando a la política, de un modo cada vez más científico como hizo Tony Blair, por ejemplo, al incorporar la dinámica de grupos (una especie de psicoanálisis de salón para colectivos reducidos) a sus campañas electorales. Pero lo ocurrido ahora con Facebook alcanza una esfera superlativa, un tamaño sobrehumano y macrosocial al incorporar datos computados de millones de personas y con millones de detalles.

Es decir, que grandes compañías con medios ilimitados, capaces de almacenar nuestro perfil digital: nuestros usos, preferencias y deseos, incluyendo los más ocultos, y con expertos a la última en el conocimiento de los avances en neurociencia, tienen la posibilidad abierta de tratar de modificar nuestras conductas, ya no para comprar algo que aparentemente no nos interesaba -lo que ha venido haciendo la publicidad desde siempre-, sino para cambiar de opinión sobre nuestras preferencias políticas. No hablamos de manipulación, adulteración o construcción de falsedades -las posverdades que se dicen ahora-, hablamos de la sobreestimulación de nuestros propios deseos para modificar o limitar nuestra capacidad de libre elección.

Frente a este poderoso universo computacional, los ciudadanos se defienden con una inocua ley de protección de datos que, ni de lejos, alcanza a advertir de los riesgos que supone la existencia de estos grandes hermanos de internet. Por decirlo suavemente, estamos en pelotas frente a la red y no nos hemos enterado del alcance transformador de esta nueva era en la que hemos caído de bruces y sin meditación previa. El caso es que el mundo occidental, y en particular el español, se ha llenado de legisladores a sueldo del erario público que ya no sabemos para qué sirven mientras los genios de Sillicon Valley y los hackers rusos pescan por nuestros subconscientes como Pedro por su casa.