El otro día estuvo en Málaga el barco más grande del mundo. Me estresé. Solo de pensar que tenía que elegir entre tropecientos restaurantes. Y en cada uno habrá que elegir menú, claro. La vida es optar. Pero es imposible optar por no decidir. Hay que decidir. Decididamente. No sé cuantas piscinas. No sé cuantas películas y obras de teatro que se proyectan a la vez. Tirolinas.

En una gran ciudad a veces pasas meses sin ir a un determinado barrio. Si estás en un barco que es una ciudad sí tienes que ir obligatoriamente a todos sus barrios. Una vez me metí en un todo incluido pero quedé tan aterrado ante la sensación continua de estar haciendo otra cosa de la que debía, que me pasé tres días encerrado en la habitación, donde no estaba incluida la tranquilidad. Temí que si tomaba whisky me perdiera la ginebra, si comía chino me perdiera el italiano, si estaba en la playa, me perdiera la piscina. En los todo incluido siempre topas en un ascensor que lleva incluido un enterao que te pregunta dónde has pasado la tarde. En la piscina B, que tiene al lado el chiringuito de los zumos naturales, le dices. A lo que invariablemente te responde, no, hombre, no, te tienes que ir a la piscina C, que hacen unos mojitos estupendos y además no hay tanta gente. Lo peor es que el tío es capaz de esperarte al día siguiente para ver si le has hecho caso. Para, también invariablemente, decirte, bueno, bueno, no está mal pero oye, la piscina D es que es la leche, tendrías que ir.

El todo incluido es para quien se lo trabaja. Yo no sé si en el barco más grande del mundo está todo incluido. Será que no, porque por muy grande que sea no cabe todo. Estará incluido todo lo que cabe. Campo de golf. Pista de tenis. Más camarotes que en cuatro veces el Titanic. El barco más grande del mundo asombra a paseantes, maravilla a televidentes, atonta a catetos, embelesa a cosmopolitas, agasaja a autoridades, maravilla a los pasajeros y surca los mares, que son el todo incluido de la naturaleza. Sería paradójico que un barco llevara un acuario. O un delfinario.

Los delfines tienen que estar en libertad, saludando a los cruceristas, yo los veía de pequeño cuando hacía a menudo en ferry el trayecto entre Algeciras y Ceuta. Comían lo que iba soltando el barco y sus alegres morros y aletillas aparecían y desaparecían por entre las aguas. Hacian espumas. O sea, como diría Alberti, adornaban de pañuelitos la mar. O la mar de pañuelitos adornaba quedaba.

No sé si dan versos en los barcos. Versos en la boca. Versos marinos, ensalada de versos. Es poético ir a bordo de un barco rumbo a ciudades desconocidas, cuyo centro patearás unas horas y a las que tienes la casi certeza de que nunca más volverás. A la hora de retornar a la embarcación, mirando por última vez Kotor o Dubrovnik, Marsella o un fiordo noruego, uno siente una melancolía entreverada de sensación de pequeñez y finitud. Se te pasa arreándote un par de cervezas en cubierta. Están incluidas las aceitunas.