Hoy nos levantamos extraños, con una sensación de pérdida difícil de calmar, como la sed que nos asalta después de una tremenda borrachera. Las horas pasan lentas, pastosas casi. Miras por la ventana y te preguntas qué ha ocurrido para que todo haya pasado tan rápido, casi sin tiempo para saborearlo. Ahora sólo retenemos imágenes inconexas que se turnan para girar en la rueda de nuestra memoria. Te abrazas y preguntas si ha ocurrido de verdad. Hay quien observa la túnica y el capirote que con tanta ansia recogió en las vísperas, en su cofradía de siempre, la misma en la que tiene las puertas abiertas todo el año y acude una vez y otra, una referencia en su vida, como su pareja, sus hijos o el trabajo.

Luego están Ellos. Puede que no vaya a verlos mucho a la iglesia. Tal vez, incluso, ni siquiera acuda regularmente a los oficios de su hermandad. Pero no pasa nada: una oración cuando el trono está en la calle todo lo borra. Las tardes de sol en las que sus rayos juguetean con el dorado de los tronos, la luz filtrándose a chorros por las bambalinas cimbreantes de un palio, los penitentes, los nazarenos y las promesas, siempre ellas, tras el Cautivo o la Virgen del Rocío, en la Tribuna de los Pobres o en la Trinidad, Málaga mirando al suelo en los ojos de los que sí creen; en frente no, a un lado quienes no creen pero entienden que todo esto forma parte de la esencia de la ciudad que aman; muchos de ellos, incluso, acuden a ver las procesiones porque, a su manera, algo superior a ellos los llama. No pasa nada, hay sitio para todos, para los que creen y los que no, para los que dejaron de creer y para quienes algún día volverán a hacerlo. La madrugada que es algarabía el Jueves Santo y el silencio fúnebre del Viernes Santo, cuando la urbe calla, porque callar sabe cuando quiere. En un hotel, un modesto recepcionista cuadra las cuentas, que se hacen en buena parte con las previsiones de lo que se va a ingresar en esta semana de Pasión en la que Málaga es más ella que nunca. En un restaurante, también echan la cuenta y comprueban que todo cuadrará si vienen suficientes clientes durante estos días. Los operarios de Limasa quitan la cera del suelo y con ella se van oraciones y aflicciones, horas de penitencias íntimas borradas con ocho horas de procesión en la calle y las apreturas del cíngulo; frente a una campana un político se hace la foto, pronto son tres, cinco, de todos los partidos y vienen de cualquier punto del país.

En esa campana luce un lazo negro por quienes se han ido hace poco y por los que están fastidiados pero quieren seguir dando batalla. Niños monaguillos sonríen a las cámaras y pequeños nazarenos reposan sobre una vela enorme que se consume como su fugaz niñez, unos años que luego, desde la atalaya del tiempo, recordarán con cariño. Hoy nos hemos levantado extraños, perdidos en un Lunes de Resaca luminoso en el que ya se adivinan, a lo lejos, las primeras luces del verano. Huele a incienso. A lo lejos, escucho sonar las campanillas y el crujir de los varales. Sonrío. Ya queda menos para el próximo Domingo de Ramos.