La tradición no se puede cambiar de un sólo plumazo, pero mientras no corrijamos algunos detalles, y también algunas esencias, viviremos inmersos en una incongruencia de fondo, en un error de concepto. En lo relativo al arte sacro que se expone durante la Semana Santa, la historia de Málaga tampoco ha sabido afinar. Para un católico, debiera resultar chocante que la guinda de los días que conmemoran el núcleo duro de estos festejos se centre, básicamente, en los acontecimientos que reflejan el sufrimiento de la Pasión. Y digo esto porque, por contra, frente a la gran avalancha de cristos martirizados que engalanan las calles en los llamados días de dolor, la soledad del domingo, la gran solemnidad, se manifiesta pobremente con la presencia, casi inadvertida, de un único Resucitado malagueño cuyo amparo ciudadano, todo sea dicho, no es el que se refleja el resto de días. Pierde fuerza, por tanto, el paso necesario que nos lleva de lo externo a lo profundo. Sin la Resurrección, la cruz no tiene sentido alguno. No es más que un madero sin gracia ni Gracia, un elemento de tortura, un tronco abrupto, un fracaso del hombre. Pero claro, en esta era de relativismo generalizado se nos ha difuminado el horizonte que nos marcaba el verdadero sentido de las cosas. Y así nos va. Con paradojas mayúsculas que nos tragamos porque sí y niveles de coherencia que se nos quedan a la altura del betún. Todo vale. No vaya a ser que, por poner el punto sobre la "i", vayamos a ofender a un puñado de colectivos y nos llamen clasistas, fascistas, fanáticos o qué se yo. Pero así está el patio. La interpretación social del cristianismo y la Semana Santa se ha convertido en una suerte de Mercadona en el que uno coge lo que le interesa, le agrada o le conviene. Lo demás se ignora, se desprecia o incluso se pisotea. Por eso disfrutamos de esa fauna ibérica ciudadana tan característica, tan heterogénea, tan pintoresca. Una suerte de compleja miscelánea de la que brotan, como les digo, un sinfín de ratones coloraos, que diría Quintero. Desde ateos autoproclamados que se casan por la Iglesia y procesionan tronos por mera tradición, a reaccionarios que promueven ripios como las llamadas comuniones civiles, pasando por católicos de cumplimiento que se quedan anclados en la oscuridad del monte Calvario y en el Jesús de la agonía, que referían los versos de Machado. Una amalgama social que, a modo de bufé libre, no hace más que menospreciar el verdadero sentir completo, íntegro y trascendente de nuestros posicionamientos y opciones vitales. Y repito, no hablo de fanatismo, no hablo de grados, que son cosa de cada uno, sino de coherencia. Pero la cuestión inicial, la razón de estas letras, permítanme insistir, no va dedicada a los ateos que les refería antes, sino al sentir de los creyentes, a quienes pongo sobre aviso para que sepan mantener la solvencia de su mensaje público. Todo ello a fin de que se percaten, por ejemplo, de que la iconografía que durante la Semana Santa se derrama por las calles de Málaga bien pudiera ser un reflejo de la fe que manejamos por dentro. Una fe que, si se basa únicamente en un exceso de clavos, sangre, cruces y martirio, probablemente no alcance el verdadero misterio que nos revela el último capítulo de aquello que, como dicen las escrituras, empezó en Galilea: La Resurrección, la conversión, el encuentro con la mejor versión que podamos dar de nosotros mismos, el hombre nuevo. Un misterio que, por supuesto, va más allá de toda talla. Un misterio que, lejos de procesionarse, lo que debiera es asumirse como propio, llenarnos de esperanza e irradiarse con nuestro modo de vida y nuestras manos allá donde nos movemos, pensamos y existimos. Una fuerza liberadora que nos haga felices y que, al mismo tiempo, nos impulse a clamar y a comprometernos con los más desfavorecidos de la tierra. Los favoritos de Dios. Aunque uno se equivoque. Ya les he dicho alguna vez que, puestos a equivocarse de bando, prefiero equivocarme a favor de los débiles. Pero claro, esa opción, ese estilo de vida, sí que compromete, sí que pesa. Muchísimo más que el trono.