Plástico. Donde mires, adonde vayas, está presente. En el teclado del portátil en que escribo, en las bolsas y los coches, el omnipresente plástico se amolda a nuestras necesidades o deseos -cuántas veces confundimos las unas con los otros- y nos hace la vida más fácil, menos resistente. Cuando el plástico ya no sirve, lo tiramos o lo reciclamos, nos acercamos al contenedor más próximo y nos sentimos liberados por unos instantes de su tiranía blanda e imprescindible. Lo que a veces tememos es que esa comodidad se nos pegue a las costumbres, las relaciones: huimos del roce y los conflictos, queremos fluir y ser como el plástico. Luego, cuando nos tiran o nos reciclan nos quejamos o, lo que es más inquietante aún, intentamos no lamentarnos y queremos olvidar con rapidez. Y así, nos volvemos a enganchar al primer envoltorio que se nos presenta y ya no distinguimos, como les pasa a los atónitos animales de Rebelión en la granja, quiénes son los plásticos y quiénes las personas. O a lo mejor es que ya no hay tanta diferencia.

En esta entrega de arqueología repentina dedicada a los años noventa, vamos a hablar de objetos de plástico: realmente fue la época en la que se consolidó como el material por excelencia. En los ochenta empezó a imponerse, pero todavía se apreciaban las carcasas de metal, las estructuras de madera. De forma paulatina el plástico se hizo el dueño con la idea de la ligereza como argumento definitivo. Y ahí es donde empezaron a colarse en nuestras vidas los primeros móviles.

Eran enormes y cantosos. Tenían la antena de una hormiga gigante y producían dos efectos secundarios: la casi segura contractura por lo que pesaban y el riesgo que conllevaba deambular con la angustia de encontrar algo de cobertura, bien escasísimo en aquellos días. A los demás nos hacía gracia el afán por comunicarse de ese modo tan pintoresco, ¡con la de cabinas de teléfono que había! Se nos antojaba una tecnología a medio camino entre una peli de espías y un número de circo callejero y ladeábamos la cabeza, sin sospechar siquiera lo que iba a pasar, la avalancha tan gigantesca de un cacharrito que -el mundo al revés- hoy en día unas pocas personas privilegiadas se pueden permitir no tener.

Del tamaño aproximado de los primros móviles era la Game Boy, una consola portátil que con una pantallita de cuatro tonos de gris -aunque suene increíble, no tenía ni mijita de color- fue el anhelo muchas veces inalcanzable de una generación que aún andaba echando monedas en las máquinas de Atari y Sega en los salones recreativos. Su juego insignia era el Tetris, cuya leyenda urbana cuenta que lo desarrollaron los rusos para minar la productividad en las empresas capitalistas. Puede que sea verdad y quizás por ello al doctor Infierno, el archienemigo de Mazinger Z, le pusieran los japoneses una cara sospechosamente similar a la de un Karl Marx diabólico.

Primo psicodélico de la Game Boy, a mediados de los noventa apareció el Tamagotchi, una extraña y pixelada mascota virtual con el tamaño de un llavero. Vivía en una pantalla minúscula en la que de forma constante llamaba la atención de quien lo había adquirido y tenía que cuidarlo, alimentarlo y prodigarle todo tipo de mimos y atenciones. Por extraño que parezca hoy en día, en el momento de su lanzamiento se escribieron inflamados artículos y se recogieron sesudas opiniones a favor y en contra: había quien lo veía como una herramienta inteligente para fomentar la responsabilidad y la autoestima, mientras que para otras personas era la encarnación -mejor dicho, la plastificación- de nobles sentimientos y aptitudes. El caso es que al tiempo la gente se cansaba de ellos y acababan en el fondo de un cajón, diríase que criogenizados.

Móviles, consolas y mascotas tenían algo en común: el susodicho plástico. Casi sin darnos cuenta, habíamos abandonado los mecanos, las peonzas o las canicas. En los noventa el mundo se hizo cada vez más líquido y en apariencia manejable y no nos pesaba tanto como a los pesados de nuestros padres, que insistían en hablarnos de caballos de madera y en que cogiéramos más la bici, que nos íbamos a quedar huecos mirando la pantallita todo el santo día. Se pensaban que éramos tontos.