Me viene a la cabeza Wallis Simpson, la fiestera norteamericana que llevó a Eduardo VIII de Inglaterra a abdicar del trono allá por 1936. Cuentan que la yanqui descocada conquistó al estirado regente y no por el estómago precisamente, sino por el bajo vientre, zona de descentre vital del hombre desde la maldición de Eva contenida en el libro del Génesis. De aquellos guarros estos bobos. Por lo menos el británico rey filonazi tuvo la decencia de entender que la monarquía es una obligación y no un bufé libre del que coger lo que agrada y rechazar lo gravoso, porque ser monarca es como ser monja, entras en una institución con el firme compromiso de abandonar por siempre el yo, lo singular, lo individual, en sacrificio por un fin mayor, el bien de la comunidad. Una entrega personal que conlleva privilegios y privaciones por igual, y si no te gusta ahí tienes la puerta. Lady Di lo sabía y fue consecuente.

Cada uno es libre de poner precio a un reinado, y ejemplos tiene la Historia: Mi reino por un caballo, París bien vale una misa, Por qué no te callas, etc. En el caso de España es imposible entender la monarquía parlamentaria sin la figura de la reina Doña Sofía, la imagen más profesional y admirada que protegía a su binomio el campechano, la encargada de mantener inmaculada una Corona que otros miembros de la banda ponen en peligro a cambio de un oso, una falda o varios delitos económicos, siendo la griega la más profesional, solvente y entregada en el arte de tragar sapos, mirar para otro lado y hacerse la tonta en aras de disfrutar y mantener el estatus, lo que la convierte en la única dispuesta a pagar el precio exigido: la renuncia a uno mismo.

Ha pasado una semana desde la publicación del vídeo. Sí, ese vídeo espontáneo que no borrará una impostada visita al hospital para cambiarle la cuña al suegro convaleciente. He oído hablar del papelón del emérito haciéndose lo que mejor se le da, el tonto. He leído sobre el Don Tancredo de libro que se marca el vigente. He escuchado de todo sobre las niñas y su madre, sobre la interesada filtración del vídeo, sobre el desafortunado Paquito el Chocolatero saliendo de la Catedral, pero nada he leído sobre el hecho de que Letizia ha usado a su propia hija, la futura reina de España, para desafiar en público a la monarquía, anteponiendo su propio interés a lo intangible, la Corona que todo le ha dado.

Letizia, en su adulterada versión de Cenicienta moderna, ha cometido un error de aspirante al poner precio al reinado consorte: su ego. Su intocable, esnob y desagradecido ego. La del telediario, la de la voz engolada y el gesto operado, la de la embarazosa y eliminada vida pasada, la vestida de seda, la desubicada y boquiabierta, la del tapeo pijo por Malasaña, la de la gorra de plato con mando en plaza cree que su criterio está por encima de todo y de todos, pero lo cierto es que ella no es más que la tiara y el título que la adornan. Su andanada ha dado de lleno en la línea de flotación de la familia real para goce y disfrute de Peñafiel, quien le augura un buen futuro en First Dates: Letizia, divorciada, 2 hijas. Busco príncipe, pero rojo mejor que azul.

Los polos opuestos se atraen y, en este caso, se destruyen merecidamente por jugar a ser pueblo en vez de limitarse a cumplir su cometido, por evadir su obligación, y por olvidar que los monarcas tienen capada la posibilidad de hacer ostentación de sus pasiones. Va en el sueldo.

Seguiré el impagable ejemplo de la reina, dijo Letizia con fingida sonrisa al anunciar su enlace, pero era mentira. Lo que no tiene precio es el legado de las mujeres que saben lo que es madrugar cada día y luchar, con sacrificio e inteligencia, sabiendo perdonar, exigir y premiar a los demás cuando es el momento y el lugar. Mujeres que consiguen su espacio en la familia sin desplazar a otras del suyo. Mujeres que por mantener un trabajo aprietan los dientes, apartan su orgullo y empujan aún más fuerte por el bien de su hogar. Mujeres que saben lo que valen las cosas, hasta dónde estira una nómina, que harían cualquier cosa por asentar el destino de los suyos. Y todo gratis, a cambio de nada, excepto la noble recompensa de saberse coronadas la auténticas reinas de su casa.

Letizia no está entre ellas. Tampoco se la espera.